“Ser es, esencialmente,
ser memoria” (Emilio Lledó)
Se acerca fin de año y
una vez más me piden colaboración para participar en la Jañona, la revista
cultural de Peñaparda. Ya he comentado en alguna ocasión que la iniciativa y el
empeño que necesariamente ha de existir para mantener en pie una aventura de
este tipo en un pequeño pueblo de nuestra España vacía, me parece tan
encomiable que a pesar de no tener tiempo y apenas escribir más que por
obligaciones académicas, no me queda otra que aceptar la propuesta y aplicarme
a la tarea con un cierto sentido de disciplina entusiasta.
Como digo, son ya
bastantes los años participando en la Jañona, ediciones en las que creo he
colaborado en las más variadas formas y tonos, desde la poesía al relato, desde
el artículo social al histórico. Me planteo qué camino seguir esta vez y en un
primer momento opto por la autoficción, más
que nada por experimentar con ese género tan en boga durante los últimos años,
incluso ya con síntomas de agotamiento. En principio la idea consistiría en
diseñar un pequeño relato interviniendo yo como autor, explorando y
describiendo los cauces que me llevarían a construir la historia, la que por
otra parte creo que sería la forma elegida si durante algún periodo de mi vida
dispongo del tiempo, ilusión y fuerzas necesarios para debutar en el mundo de la novela.
Encontrándome actualmente
inmerso en el proceso de culminar, compaginando, máster y segunda carrera, en este continuo bregar con
libros y documentos, me surgen por doquier conexiones, terrenos fértiles y propicios para plantar semillas donde
podrían germinar historias y vivencias inventadas partiendo de una base real.
Como la abundante
bibliografía que consumo actualmente resulta bastante indigesta para el profano
no feligrés, fundamentalmente reducida a muchos libros de historia antigua, a
autores coetáneos a los hechos o a visiones modernas sobre estos, se me ocurre
construir un relato a partir de dos vestigios
de indudable interés hallados en nuestras tierras.
La primera opción se
alzaría desde una estela funeraria de ascendencia romana, hoy colocada como dintel de una casa rural de Puebla de
Azaba. De los dos epitafios de onomástica indígena que contiene hay uno
dedicado a un niño de quince días por su padre, Pisiris, a su hijo Arcoturus.
He aquí el motor, la chispa, el sustrato necesariamente emocional, el dolor de
unos padres anormalmente expresado por una razón muy simple, la de estar muy lejos
de la normalidad el recuerdo en una lápida a un bebé de quince días. La razón
es fácilmente imaginable, no hay bebés en las necrópolis, la mortalidad
infantil durante los primeros meses y años es tan brutal (algunos estudios
estiman del 50 %), que los padres contaban con que ese bebé transcurría por una
situación de impasse, cuya incierta suerte se decidía a diario, cuya muerte se
aceptaba como parte del destino. Qué llevó a unos padres a este comportamiento
algo extravagante, a esa muestra de dolor y afecto “excesivo”; aquí se hallaría
un cimiento propicio para fabular.
La otra opción partiría
de otras inscripciones relativas a un personaje del Ala Hispanorum Vettonum,
unidad de auxilliares del ejército romano, reclutada en el siglo I en nuestras
tierras, integrada en el ejército romano que luchó en Britania durante la
conquista de Claudio durante los setenta del primer siglo de nuestra era, de la que existen vestigios epigráficos tanto
en Lusitania como en Britania. Construir un pequeño relato a la vista de mis conocimientos
sobre reclutamiento y vida militar, haciendo referencia a las distintas fases
de la conquista de la isla por los romanos, desde la anecdótica incursión de
César hasta la consolidación de los muros septentrionales de Adriano y
Antonino, con el inevitable recuerdo de “mi soldado” a la reciente y terrible guerra afrontada por Roma contra la reina de los Icenos, Boudica, legendario personaje casi trasunto de nuestro
caudillo lusitano Viriato de 200 años antes.
Bien, esas eran las
opciones, experimentar en una ficción de base histórica con esas líneas o
incluso trabarlas, por qué no. Sin embargo he aquí que hace un par de días
escuché a Martín Llade en Radio Clásica un relato dedicado a su maestro más
especial, el que le marcó y modeló, una forma de homenaje por su reciente
fallecimiento. Eso me hizo pensar en don Luis, el maestro que despertó en mí un mundo nuevo de una forma que
probablemente ni hasta yo mismo alcance a comprender, cuya influencia aún se me
escapa, que me abrió puertas que puede que sin él nunca hubiera traspasado.
El último de esos
umbrales bien podría ser mi futura línea de investigación y estudio, el de la
iconografía y mitología, la expresión del ser humano a través del símbolo, la
construcción del mito como forma de expresar todo aquello a lo que la razón no
llega, con paralelismos entre tiempos y culturas sorprendentes, para mí
apasionantes.
Fijé mi atención en esa
pasión, en ese tema, en los libros, en la cultura en general, y me pregunté
cuánto de ello fue importado desde el fondo de mi propia naturaleza, cuánto
requirió ser descubierto con la tenacidad del que pica piedra en la oscuridad,
buscando una veta cuyos brillos siempre estuvieron ahí. Los porqués de seguir
investigando, estudiando, excavando a estas alturas, si no es más que un seguir
descubriéndome a mí mismo ante el espejo.
Es entonces cuando decido
dar un giro en la orientación de mi texto para la Jañona, no contar lo que iba a contar sino fijarme en las
razones de mi primera propuesta, las
razones que alberga el origen de mi idea, preguntarme por las raíces de mucho
de lo que hay en mí, difícil de separar de lo que soy, en preguntarme por qué
estoy escribiendo, por qué me gusta escribir aunque ahora no disponga de
tiempo, por qué disfruto estudiando y aprendiendo, por qué para mí no existe
otra opción vital. Me pregunto en fin, si ese principio no podría describirse
en una escena en la que yo fuera raíz y mi maestro tierra donde alimentarme,
asentarme firmemente y crecer para ser lo que mi semilla predecía y prescribía
desde su mismo origen.
Por eso pienso en Luis
Villoria, en don Luis, al que ya dediqué un artículo hace unos años, el que no
quiero releer hasta que haya concluido
estas líneas, porque hoy soy muy distinto y escribo desde otra posición, quizá
menos sentimental, partiendo desde un punto de vista más elevado o abstracto,
tratando de entender cómo él nos construía, nos modelaba, nos influía mucho más de lo que nosotros y
hasta él pensábamos. En mi caso cómo ejercía de mago soplando sobre las brasas
de un crío con cierta tendencia al ensimismamiento con los libros y el pasado,
donde ya seguro se escondía mi querencia por la historia, el arte o la
filosofía.
Me sirvo de la
maravillosa cita de Lledó que encabeza este artículo: “Ser es, esencialmente, ser
memoria”. De ahí surge una concepción del ser humano más que cambiante,
fluyente, cuyo entendimiento de sí mismo
obliga a abrir las puertas de su pasado
a muchos años atrás con un inexcusable reconocimiento que creo todos
postergamos, tal vez por temor a que nos decepcione el reflejo.
A veces me gustaría ser
memoria, solo memoria, para entender mi ser desde la vida, desde la vida
reducida a un día, desde la inquietud que se aloja en la cotidiana relevancia
inadvertida de una mañana de invierno. Servirme de la luz ofrecida por un
divertido maestro de torrencial vocación que se dedicaba a sembrar sin saber
del fruto, seguro que íntimamente dudando, seguro que provocando roces con los
exponentes de estertores de una forma de educación venenosa inoculada por una
pertinaz dictadura, vacuna contra el amor a una cultura y una sabiduría
transparente e inocente desde su irrenunciable capacidad de acción.
Desde el fondo del
humanismo cristiano mejor entendido, aquel maestro adelantado a su tiempo, fabricaba
hombres entreteniendo, dedicando la tarde de los viernes a relatarnos
fascinantes cuentos de la historia antigua, algunas del Antigua Testamento, nos
invitaba incluso a que las representáramos nosotros, nos hacía entender las razones de Viriato, la
infamia del traidor, la implacable inflexibilidad romana.
He aquí el enlace con mi
objeto de estudio hoy, con la que iba a ser mi propuesta de dos historias cuyo
armazón tal vez ponga en pie el próximo año. Hoy transito ese tipo de historias
a menudo, las despiezo y analizo desde
otros puntos de vista, dispongo de más herramientas e instrumentos además de
otra forma de mirar. Ahí está el mito que tantas veces tiene poco que ver con
la historia, que transversalmente atraviesa culturas geográficamente separadas,
que por tanto solo tiene que ver con un hombre, siempre el mismo, solo o en
sociedad, que te hace preguntarte por la fascinación y construcción a partir de
unos mismos materiales.
El germen de mis
historias estaba en el cuento del mago, en este caso del maestro de una clase
de EGB susurrando al espíritu de unos niños que por un tiempo aparcaban sus
diferencias y distracciones para seguir el camino buscado y encontrado por
tantos hombres y magos desde que el hombre y el niño son.
Y ya termino este texto
de orientación extraña, que se ha ido escribiendo desde muchos lugares
distintos, y termino con otro profesor y otra historia; este se llama Paco, peculiar
profesor de latín enamorado del teatro. Yo ya no era un niño, era tan disperso
y engreído como se ha de ser a los diecisiete años, pero mi amor por el relato
seguía estando ahí, todavía como pulsión informe sin cauce. Recuerdo a Paco de
pie en el medio de la clase narrando un pasaje de la Eneida, describiendo
exaltado cómo las serpientes se acercaban veloces a la costa, cómo Virgilio se
valía de la acumulación de eses líquidas para transmitir el aterrador siseo de
las gigantes serpientes sedientas de
sangre sobre el mar. Probablemente no había muchos alumnos que prestaran
atención aquella mañana, probablemente a
Paco le sorprendería saber ahora que yo sí, más todavía si supiera que sigo recordando
aquel día, que aún sigo escuchando las serpientes. Y es que ahí, en ese siseo
interminable se aloja casi todo lo que soy. Ellas y ellos, las historias y sus
maestros de ceremonias, me lo hicieron entender, porque los magos me
transmitieron el secreto de su magia, me lo siguen advirtiendo cada instante
que escucho a las serpientes junto a mí, en cada línea que leo, en cada línea
que escribo.
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