jueves, 13 de diciembre de 2018

Escuchando a las serpientes




“Ser es, esencialmente, ser memoria” (Emilio Lledó)
Se acerca fin de año y una vez más me piden colaboración para participar en la Jañona, la revista cultural de Peñaparda. Ya he comentado en alguna ocasión que la iniciativa y el empeño que necesariamente ha de existir para mantener en pie una aventura de este tipo en un pequeño pueblo de nuestra España vacía, me parece tan encomiable que a pesar de no tener tiempo y apenas escribir más que por obligaciones académicas, no me queda otra que aceptar la propuesta y aplicarme a la tarea con un cierto sentido de disciplina entusiasta.
Como digo, son ya bastantes los años participando en la Jañona, ediciones en las que creo he colaborado en las más variadas formas y tonos, desde la poesía al relato, desde el artículo social al histórico. Me planteo qué camino seguir esta vez y en un primer momento opto por la autoficción,  más que nada por experimentar con ese género tan en boga durante los últimos años, incluso ya con síntomas de agotamiento. En principio la idea consistiría en diseñar un pequeño relato interviniendo yo como autor, explorando y describiendo los cauces que me llevarían a construir la historia, la que por otra parte creo que sería la forma elegida si durante algún periodo de mi vida dispongo del tiempo, ilusión y fuerzas necesarios para debutar  en el mundo de la novela.
Encontrándome actualmente inmerso en el proceso de culminar, compaginando, máster y  segunda carrera, en este continuo bregar con libros y documentos, me surgen por doquier conexiones, terrenos fértiles  y propicios para plantar semillas donde podrían germinar historias y vivencias inventadas partiendo de una base real.
Como la abundante bibliografía que consumo actualmente resulta bastante indigesta para el profano no feligrés, fundamentalmente reducida a muchos libros de historia antigua, a autores coetáneos a los hechos o a visiones modernas sobre estos, se me ocurre construir  un relato a partir de dos vestigios de indudable interés hallados en nuestras tierras.
La primera opción se alzaría desde una estela funeraria de ascendencia romana, hoy colocada  como dintel de una casa rural de Puebla de Azaba. De los dos epitafios de onomástica indígena que contiene hay uno dedicado a un niño de quince días por su padre, Pisiris, a su hijo Arcoturus. He aquí el motor, la chispa, el sustrato necesariamente emocional, el dolor de unos padres anormalmente expresado por una razón muy simple, la de estar muy lejos de la normalidad el recuerdo en una lápida a un bebé de quince días. La razón es fácilmente imaginable, no hay bebés en las necrópolis, la mortalidad infantil durante los primeros meses y años es tan brutal (algunos estudios estiman del 50 %), que los padres contaban con que ese bebé transcurría por una situación de impasse, cuya incierta suerte se decidía a diario, cuya muerte se aceptaba como parte del destino. Qué llevó a unos padres a este comportamiento algo extravagante, a esa muestra de dolor y afecto “excesivo”; aquí se hallaría un cimiento propicio para fabular.

La otra opción partiría de otras inscripciones relativas a un personaje del Ala Hispanorum Vettonum, unidad de auxilliares del ejército romano, reclutada en el siglo I en nuestras tierras, integrada en el ejército romano que luchó en Britania durante la conquista de Claudio durante los setenta del primer siglo de nuestra era,  de la que existen vestigios epigráficos tanto en Lusitania como en Britania. Construir un pequeño relato a la vista de mis conocimientos sobre reclutamiento y vida militar, haciendo referencia a las distintas fases de la conquista de la isla por los romanos, desde la anecdótica incursión de César hasta la consolidación de los muros septentrionales de Adriano y Antonino, con el inevitable recuerdo de “mi soldado” a  la reciente y terrible guerra afrontada  por Roma contra la reina de los Icenos,  Boudica,  legendario personaje casi trasunto de nuestro caudillo lusitano Viriato de 200 años antes.
Bien, esas eran las opciones, experimentar en una ficción de base histórica con esas líneas o incluso trabarlas, por qué no. Sin embargo he aquí que hace un par de días escuché a Martín Llade en Radio Clásica un relato dedicado a su maestro más especial, el que le marcó y modeló, una forma de homenaje por su reciente fallecimiento. Eso me hizo pensar en don Luis, el maestro que  despertó en mí un mundo nuevo de una forma que probablemente ni hasta yo mismo alcance a comprender, cuya influencia aún se me escapa, que me abrió puertas que puede que sin él nunca hubiera traspasado.
El último de esos umbrales bien podría ser mi futura línea de investigación y estudio, el de la iconografía y mitología, la expresión del ser humano a través del símbolo, la construcción del mito como forma de expresar todo aquello a lo que la razón no llega, con paralelismos entre tiempos y culturas sorprendentes, para mí apasionantes.
Fijé mi atención en esa pasión, en ese tema, en los libros, en la cultura en general, y me pregunté cuánto de ello fue importado desde el fondo de mi propia naturaleza, cuánto requirió ser descubierto con la tenacidad del que pica piedra en la oscuridad, buscando una veta cuyos brillos siempre estuvieron ahí. Los porqués de seguir investigando, estudiando, excavando a estas alturas, si no es más que un seguir descubriéndome a mí mismo ante el espejo.
Es entonces cuando decido dar un giro en la orientación de mi texto para la Jañona,  no  contar lo que iba a contar sino fijarme en las razones de mi primera propuesta,  las razones que alberga el origen de mi idea, preguntarme por las raíces de mucho de lo que hay en mí, difícil de separar de lo que soy, en preguntarme por qué estoy escribiendo, por qué me gusta escribir aunque ahora no disponga de tiempo, por qué disfruto estudiando y aprendiendo, por qué para mí no existe otra opción vital. Me pregunto en fin, si ese principio no podría describirse en una escena en la que yo fuera raíz y mi maestro tierra donde alimentarme, asentarme firmemente y crecer para ser lo que mi semilla predecía y prescribía desde su mismo origen.
Por eso pienso en Luis Villoria, en don Luis, al que ya dediqué un artículo hace unos años, el que no quiero releer  hasta que haya concluido estas líneas, porque hoy soy muy distinto y escribo desde otra posición, quizá menos sentimental, partiendo desde un punto de vista más elevado o abstracto, tratando de entender cómo él nos construía, nos modelaba,  nos influía mucho más de lo que nosotros y hasta él pensábamos. En mi caso cómo ejercía de mago soplando sobre las brasas de un crío con cierta tendencia al ensimismamiento con los libros y el pasado, donde ya seguro se escondía mi querencia por la historia, el arte o la filosofía.
Me sirvo de la maravillosa cita de Lledó que encabeza este artículo: “Ser es, esencialmente, ser memoria”. De ahí surge una concepción del ser humano más que cambiante, fluyente, cuyo entendimiento  de sí mismo  obliga a abrir las puertas de su pasado a muchos años atrás con un inexcusable reconocimiento que creo todos postergamos, tal vez por temor a que nos decepcione el reflejo.  
A veces me gustaría ser memoria, solo memoria, para entender mi ser desde la vida, desde la vida reducida a un día, desde la inquietud que se aloja en la cotidiana relevancia inadvertida de una mañana de invierno. Servirme de la luz ofrecida por un divertido maestro de torrencial vocación que se dedicaba a sembrar sin saber del fruto, seguro que íntimamente dudando, seguro que provocando roces con los exponentes de estertores de una forma de educación venenosa inoculada por una pertinaz dictadura, vacuna contra el amor a una cultura y una sabiduría transparente e inocente desde su irrenunciable capacidad de acción.
Desde el fondo del humanismo cristiano mejor entendido, aquel maestro adelantado a su tiempo, fabricaba hombres entreteniendo, dedicando la tarde de los viernes a relatarnos fascinantes cuentos de la historia antigua, algunas del Antigua Testamento, nos invitaba incluso a que las representáramos nosotros,   nos hacía entender las razones de Viriato, la infamia del traidor, la implacable inflexibilidad romana.
He aquí el enlace con mi objeto de estudio hoy, con la que iba a ser mi propuesta de dos historias cuyo armazón tal vez ponga en pie el próximo año. Hoy transito ese tipo de historias a menudo, las despiezo y  analizo desde otros puntos de vista, dispongo de más herramientas e instrumentos además de otra forma de mirar. Ahí está el mito que tantas veces tiene poco que ver con la historia, que transversalmente atraviesa culturas geográficamente separadas, que por tanto solo tiene que ver con un hombre, siempre el mismo, solo o en sociedad, que te hace preguntarte por la fascinación y construcción a partir de unos mismos materiales.
El germen de mis historias estaba en el cuento del mago, en este caso del maestro de una clase de EGB susurrando al espíritu de unos niños que por un tiempo aparcaban sus diferencias y distracciones para seguir el camino buscado y encontrado por tantos hombres y magos desde que el hombre y el niño son.
Y ya termino este texto de orientación extraña, que se ha ido escribiendo desde muchos lugares distintos, y termino con otro profesor y otra historia; este se llama Paco, peculiar profesor de latín enamorado del teatro. Yo ya no era un niño, era tan disperso y engreído como se ha de ser a los diecisiete años, pero mi amor por el relato seguía estando ahí, todavía como pulsión informe sin cauce. Recuerdo a Paco de pie en el medio de la clase narrando un pasaje de la Eneida, describiendo exaltado cómo las serpientes se acercaban veloces a la costa, cómo Virgilio se valía de la acumulación de eses líquidas para transmitir el aterrador siseo de las gigantes serpientes  sedientas de sangre sobre el mar. Probablemente no había muchos alumnos que prestaran atención aquella mañana,  probablemente a Paco le sorprendería saber ahora que yo sí,  más todavía si supiera que sigo recordando aquel día, que aún sigo escuchando las serpientes. Y es que ahí, en ese siseo interminable se aloja casi todo lo que soy. Ellas y ellos, las historias y sus maestros de ceremonias, me lo hicieron entender, porque los magos me transmitieron el secreto de su magia, me lo siguen advirtiendo cada instante que escucho a las serpientes junto a mí, en cada línea que leo, en cada línea que escribo.

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