jueves, 18 de julio de 2019

Las siete vidas de Alberto



Ahora que tengo un poquito de tiempo estoy recuperando ideas y material de hace un tiempo. Esta es la presentación de hace tres meses del libro de mi amigo Víctor. 

LAS SIETE VIDAS DEL CREADOR CREADO


(Presentación “Las siete vidas de Alberto”, libro de Víctor Esteban)

La vida es novela y la novela vida. La vida se soporta, se encara, se pelea. La vida se recorre, se aparca,  se revuelve. La vida no se detiene. La vida se construye, se enreda y se pudre, se curte y se nutre. La vida mata. Pero sobre todo la vida se hace. Se hace en forma de camino, la metáfora más obvia. La siguiente podría ser la de río, que yo prefiero porque introduce un factor de ingobernabilidad que creo se ajusta más a ese enfrentarse al siguiente amanecer en el que todo parece posible. Es ese río omnipresente el verdadero núcleo de esta novela, es ese rumor latente el que apela y advierte a Alberto, nuestro protagonista.  

Las  novelas retratan la vida y cuentan desde la vida. La vida que todos conocemos, la que nos resulta más familiar, la que siempre tiene más grietas y da más revolcones que alegrías y esperanzas, más temores que ilusiones, más desengaños que conquistas, a la que se responde desde la amargura, la lucha o el resentimiento. Se trata de un subterfugio el de la fábula para acercarse a la verdad, una historia para contar la verdad de nuestra historia,  unos personajes de teatro, nosotros mismos, para contar el teatro como vida.

“Las siete vidas de Alberto” tiene su punto de partida en circunstancias y elementos exteriores, en ambientes condicionantes, pero es sobre todo  un retrato de interiores. Interiores cuyo desajuste con la dimensión externa de lo consciente o inconscientemente perseguido, provoca distorsiones, obliga a imposibles, a intentar volver a dar pasos pasados. Esa atenazante imposibilidad que a medida que nos acercamos a la caída del telón, ha de convertir el escenario en una cada vez más sobria puesta en escena que nos advierte de que mejor sería prescindir en la parte final del camino de casi todo lo considerado valioso hasta entonces.  Es el “no habrás llegado hasta que todo lo hayas perdido” del otro Machado, de Manuel.

La vida a través de una novela, a través de un artificio que pone en pie un universo de nombres inventados contando lo que el autor ordena. Esa orden refleja un orden, microcosmos que funciona en la medida que refleja nuestra realidad o que aporta no propiamente otras realidades, sino otra forma de ver las realidades. Capacidad propiamente humana la de crear y captar la atención de otras miradas que atienden y entienden, que responden con empatía, con  dolor, con comprensión o éxtasis; entonces, si el autor cuenta con la pericia para elegir la estrategia adecuada, se invita al lector a caminar por sus pasillos, les llega lo pretendido, convertirse por unas páginas o  unas horas en cada personaje, en este caso en nuestro inquieto y por momentos abrumado Alberto.

Para ello es esencial elegir la mirada, el punto de vista, saber mirar. Todos sabemos mirar pero durante nuestro discurrir vital, nuestro crecer, durante ese rio que atraviesa la novela de parte a parte, nos ocurre algo, mucho o poco de lo que le sucede también a Alberto, que dejamos de ver, que dejamos de preguntarnos, de intentar comprender. Ahí es justo cuando nos reconocemos e identificamos con sus dudas y remordimientos, cuando se opera el milagro y la novela funciona.

Víctor sabe mirar y nos ofrece una visión que solo puede ser suya. Aunque en el libro se lee que uno de los requisitos de la supervivencia consiste en no mirar atrás, ¿nos basta con sobrevivir? La reflexión nace fruto del tiempo y el mirar atrás. Estos meses de gestación y parto de la novela han coincidido para Víctor con un tortuoso tránsito vital entre  formas de vivir. Difíciles meses de vulnerabilidad, propicios bien para replegarse, bien para desnudarse mostrando dudas y debilidades. Víctor opta por compartir y acompañar, también por dejarse acompañar por Alberto, su criatura espejo que le sirve a él y al futuro e inquieto lector para preguntarse y continuar. Los hay que piensan que no haya otra forma de estar en el mundo que el preguntarse, que si no fuera aprender, a qué alcanzaría el existir.

Aprender es volver la vista atrás y rastrear otras huellas y miradas; también nuestra propia mirada, más sabia, iluminar con nueva luz lo visto y vivido, descubrir lo común, lo reconocible en tantas inquietudes, deseos y miedos, para después destilar lo propio, lo elevado, lo abstracto. Ver sorprendido lo hasta entonces recorrido y la señal de su cauce, como si todo lo dicho hubiera estado escrito mucho tiempo antes y surgiendo una duda terrible: ¿dónde mi libertad? ¿Nuestro mañana también serían cauces que engañados creemos camino? ¿La libertad quimera? Después, el desasosiego, después, la escritura, después, el libro. Al final el lector que al otro lado asiente o disiente.

Todas las vidas de Alberto comienzan con una muerte, real o figurada, todas comienzan con el dolor porque todo fin es un principio, porque un principio solo cabe tras un acabarse siempre traumático y sanador. Eso que llamamos naturaleza no es más que el orden  subyacente, terco y milagroso que nos lo muestra en todo momento, pero no queremos verlo. La naturaleza acompaña todo el periplo de Alberto y solo frente a ella se reconoce y recupera algo de calma.

Tiene más fuerza la normalidad, la que nos devora, la que parece el objetivo final del existir humano, la que siempre llega a través de procesos más o menos acusados de degeneración hasta la estación final, la del autocuestionamiento previo al autoconocimiento. Qué soy yo, quién es Alberto, quién es Víctor. La conclusión tantas veces desoladora es que nos definimos a través de nuestra relación con lo otro, sea el ambiente, sea el otro. Y casi siempre resulta difícil filtrar esa ascendencia tutelar tan necesaria como a veces asfixiante.

Me gustan esos bruscos cortes de la novela, esos cambios de situación, esa suerte de estaciones en la vía, que precisamente funcionan por lo reconocibles que resultan, que roban al ser humano ese peligroso y excitante don de imprevisibilidad que atesoramos antes de la madurez. Mas la fantasía dura bien poco y basta la posibilidad no ya de vivir de otra forma, sino de ver la vida de otra forma, para que nazca el estigma del inadaptado.

Pudiera pensarse que las polémicas y frustrantes decisiones de tratar de buscar la esencia del vivir, de seguir un camino propio solo surgieran  fruto del egoísmo, fermentadas en soledad,  mas lo que  en  el fondo  sobrevuela toda la novela es el amor, el amor a lo que somos, el amor al ser humano. Es la continua reflexión sobre encontrar en el otro lo que se busca, sobre saber  ofrecerse en el sentido correcto, captar el trampantojo de la realidad, asomar la cabeza fuera del escenario para  vislumbrar por unos instantes las butacas y el apuntador. El amor más que nada en la maternidad, principio y fin de todo. El amor elevándose en una de las descripciones más afortunadas del libro, en el beso junto al río, cuando se obra el milagro de poner al mismísimo amor en tres palabras: “puedes contar conmigo”. Es la verdadera esencia, el estar juntos, todo lo demás accesorio, pero la vida traiciona la promesa cuando a aquel susurro se le adhieren lastres extraños imposibles de descoser.

Hoy en día nos sentimos más libres que nunca pero la culpa y la pena social siguen cumpliendo su función, es difícil sustraerse a la condena del que opta por no continuar en la carrera. Y en eso, Víctor observa a Alberto sin juzgarlo, le tiene simpatía pero entiende las razones de los que no lo comprenden, dejando a criterio del lector el que construya su propio concepto de éxito o fracaso.

Porque  cuando Alberto triunfa socialmente, cuando lo consigue, cuando llega a la meta, su vida vacía ha merecido la pena; es el  capítulo de mayor dinamismo y dramatismo, el que muestra algo de nuestra baqueteada España. Tal vez por sabido, por contado, por reciente, sigue indignando y afectando, quizá  por ser testigos de tantas víctimas y victimarios, tal vez por aún aguardar la justicia poética que alivie y castigue, más sabiendo los nombres de cada uno de los verdugos. Es el poso de denuncia social en una historia íntima.

Justo entonces aparece la clara voz interior de Alberto encarnada en Manuel, cartografiando no ya  los desvelos de Alberto sino  los de toda una sociedad que receta ambición mal entendida en forma de avaricia, retroalimentada e insaciable, valiosa moneda comúnmente aceptada en nuestro mundo.

¿Qué es la mediocridad, la necesidad, el conformismo? Nos bastaría con que cada cual se enfrentara íntima y honestamente a estos conceptos tan aparentemente accesibles, tan inaprehensibles en verdad. Conocer desde una sana educación, desde nuestra única arma, un pensamiento crítico que no descanse jamás, que no se adocene en prejuicios que nos definan, para entender esas grandes palabras y ser, entonces sí, incómodamente libres desde el continuo cuestionamiento de quien se es en cada momento.

Resulta cómoda la ominipotente y omnipresente mentira desde la amenazante certeza de la muerte,  seguir el camino del adormecimiento, capitulando con la excusa de que no cabe liberación de nuestra propia naturaleza, de nosotros mismos. Sin embargo el ser persiste en existir conforme a su naturaleza, y la libertad precede a la esencia según el clásico dogma existencialista, nosotros nos creamos a nosotros mismos, y esa esencia es la del propio camino, la de la búsqueda, el destino del ser humano, aunque sepamos con certeza que no ha de haber respuesta, que la pregunta es la misma respuesta a la forma correcta de vivir que persigue Alberto, la forma de sobrevivir de Alberto.

Acabo con palabras mayores, que dudé si incluir porque precisamente vuelvo a tirar de ellas en el prólogo del libro de Rebeca, una reflexión sobre el tiempo humano,  que  siendo parar mí una suerte de divisa personal, creo se ajustan con precisión a la peripecia de Alberto. Palabras del mago Borges, capaz de retratar en un par de líneas el bello y triste destino de ser hombre:

“Nada está construido en piedra; todo se construye sobre arena, pero hay que construir como si la arena fuese piedra”.

Ahí está todo, no hay más.

Aprestémonos a ello y todo adquirirá sentido. Solo el fin nos regala un principio.

Alberto sabía que siempre hay una vida más por elegir. 


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