Ahora que tengo un poquito de tiempo estoy recuperando ideas y material de hace un tiempo. Esta es la presentación de hace tres meses del libro de mi amigo Víctor.
LAS
SIETE VIDAS DEL CREADOR CREADO
(Presentación
“Las siete vidas de Alberto”, libro de Víctor Esteban)
La vida es novela y la novela vida. La vida se
soporta, se encara, se pelea. La vida se recorre, se aparca, se revuelve. La vida no se detiene. La vida
se construye, se enreda y se pudre, se curte y se nutre. La vida mata. Pero
sobre todo la vida se hace. Se hace en forma de camino, la metáfora más obvia.
La siguiente podría ser la de río, que yo prefiero porque introduce un factor
de ingobernabilidad que creo se ajusta más a ese enfrentarse al siguiente
amanecer en el que todo parece posible. Es ese río omnipresente el verdadero
núcleo de esta novela, es ese rumor latente el que apela y advierte a Alberto,
nuestro protagonista.
Las novelas
retratan la vida y cuentan desde la vida. La vida que todos conocemos, la que
nos resulta más familiar, la que siempre tiene más grietas y da más revolcones
que alegrías y esperanzas, más temores que ilusiones, más desengaños que
conquistas, a la que se responde desde la amargura, la lucha o el
resentimiento. Se trata de un subterfugio el de la fábula para acercarse a la verdad,
una historia para contar la verdad de nuestra historia, unos personajes de teatro, nosotros mismos, para
contar el teatro como vida.
“Las siete vidas de Alberto” tiene su punto de partida
en circunstancias y elementos exteriores, en ambientes condicionantes, pero es
sobre todo un retrato de interiores.
Interiores cuyo desajuste con la dimensión externa de lo consciente o inconscientemente
perseguido, provoca distorsiones, obliga a imposibles, a intentar volver a dar
pasos pasados. Esa atenazante imposibilidad que a medida que nos acercamos a la
caída del telón, ha de convertir el escenario en una cada vez más sobria puesta
en escena que nos advierte de que mejor sería prescindir en la parte final del
camino de casi todo lo considerado valioso hasta entonces. Es el “no habrás llegado hasta que todo lo
hayas perdido” del otro Machado, de Manuel.
La vida a través de una novela, a través de un
artificio que pone en pie un universo de nombres inventados contando lo que el
autor ordena. Esa orden refleja un orden, microcosmos que funciona en la medida
que refleja nuestra realidad o que aporta no propiamente otras realidades, sino
otra forma de ver las realidades. Capacidad propiamente humana la de crear y
captar la atención de otras miradas que atienden y entienden, que responden con
empatía, con dolor, con comprensión o éxtasis;
entonces, si el autor cuenta con la pericia para elegir la estrategia adecuada,
se invita al lector a caminar por sus pasillos, les llega lo pretendido,
convertirse por unas páginas o unas horas
en cada personaje, en este caso en nuestro inquieto y por momentos abrumado
Alberto.
Para ello es esencial elegir la mirada, el punto de
vista, saber mirar. Todos sabemos mirar pero durante nuestro discurrir vital,
nuestro crecer, durante ese rio que atraviesa la novela de parte a parte, nos ocurre
algo, mucho o poco de lo que le sucede también a Alberto, que dejamos de ver,
que dejamos de preguntarnos, de intentar comprender. Ahí es justo cuando nos
reconocemos e identificamos con sus dudas y remordimientos, cuando se opera el
milagro y la novela funciona.
Víctor sabe mirar y nos ofrece una visión que solo
puede ser suya. Aunque en el libro se lee que uno de los requisitos de la
supervivencia consiste en no mirar atrás, ¿nos basta con sobrevivir? La
reflexión nace fruto del tiempo y el mirar atrás. Estos meses de gestación y
parto de la novela han coincidido para Víctor con un tortuoso tránsito vital
entre formas de vivir. Difíciles meses
de vulnerabilidad, propicios bien para replegarse, bien para desnudarse mostrando
dudas y debilidades. Víctor opta por compartir y acompañar, también por dejarse
acompañar por Alberto, su criatura espejo que le sirve a él y al futuro e
inquieto lector para preguntarse y continuar. Los hay que piensan que no haya
otra forma de estar en el mundo que el preguntarse, que si no fuera aprender, a
qué alcanzaría el existir.
Aprender es volver la vista atrás y rastrear otras
huellas y miradas; también nuestra propia mirada, más sabia, iluminar con nueva
luz lo visto y vivido, descubrir lo común, lo reconocible en tantas
inquietudes, deseos y miedos, para después destilar lo propio, lo elevado, lo
abstracto. Ver sorprendido lo hasta entonces recorrido y la señal de su cauce,
como si todo lo dicho hubiera estado escrito mucho tiempo antes y surgiendo una
duda terrible: ¿dónde mi libertad? ¿Nuestro mañana también serían cauces que engañados
creemos camino? ¿La libertad quimera? Después, el desasosiego, después, la
escritura, después, el libro. Al final el lector que al otro lado asiente o
disiente.
Todas las vidas de Alberto comienzan con una muerte,
real o figurada, todas comienzan con el dolor porque todo fin es un principio,
porque un principio solo cabe tras un acabarse siempre traumático y sanador. Eso
que llamamos naturaleza no es más que el orden
subyacente, terco y milagroso que nos lo muestra en todo momento, pero no
queremos verlo. La naturaleza acompaña todo el periplo de Alberto y solo frente
a ella se reconoce y recupera algo de calma.
Tiene más fuerza la normalidad, la que nos devora, la
que parece el objetivo final del existir humano, la que siempre llega a través
de procesos más o menos acusados de degeneración hasta la estación final, la
del autocuestionamiento previo al autoconocimiento. Qué soy yo, quién es
Alberto, quién es Víctor. La conclusión tantas veces desoladora es que nos
definimos a través de nuestra relación con lo otro, sea el ambiente, sea el
otro. Y casi siempre resulta difícil filtrar esa ascendencia tutelar tan
necesaria como a veces asfixiante.
Me gustan esos bruscos cortes de la novela, esos cambios
de situación, esa suerte de estaciones en la vía, que precisamente funcionan
por lo reconocibles que resultan, que roban al ser humano ese peligroso y
excitante don de imprevisibilidad que atesoramos antes de la madurez. Mas la
fantasía dura bien poco y basta la posibilidad no ya de vivir de otra forma, sino
de ver la vida de otra forma, para que nazca el estigma del inadaptado.
Pudiera pensarse que las polémicas y frustrantes
decisiones de tratar de buscar la esencia del vivir, de seguir un camino propio
solo surgieran fruto del egoísmo, fermentadas
en soledad, mas lo que en el
fondo sobrevuela toda la novela es el
amor, el amor a lo que somos, el amor al ser humano. Es la continua reflexión
sobre encontrar en el otro lo que se busca, sobre saber ofrecerse en el sentido correcto, captar el trampantojo
de la realidad, asomar la cabeza fuera del escenario para vislumbrar por unos instantes las butacas y el
apuntador. El amor más que nada en la maternidad, principio y fin de todo. El
amor elevándose en una de las descripciones más afortunadas del libro, en el
beso junto al río, cuando se obra el milagro de poner al mismísimo amor en tres
palabras: “puedes contar conmigo”. Es la verdadera esencia, el estar juntos,
todo lo demás accesorio, pero la vida traiciona la promesa cuando a aquel
susurro se le adhieren lastres extraños imposibles de descoser.
Hoy en día nos sentimos más libres que nunca pero la
culpa y la pena social siguen cumpliendo su función, es difícil sustraerse a la
condena del que opta por no continuar en la carrera. Y en eso, Víctor observa a
Alberto sin juzgarlo, le tiene simpatía pero entiende las razones de los que no
lo comprenden, dejando a criterio del lector el que construya su propio
concepto de éxito o fracaso.
Porque cuando Alberto
triunfa socialmente, cuando lo consigue, cuando llega a la meta, su vida vacía
ha merecido la pena; es el capítulo de
mayor dinamismo y dramatismo, el que muestra algo de nuestra baqueteada España.
Tal vez por sabido, por contado, por reciente, sigue indignando y afectando,
quizá por ser testigos de tantas víctimas
y victimarios, tal vez por aún aguardar la justicia poética que alivie y castigue,
más sabiendo los nombres de cada uno de los verdugos. Es el poso de denuncia
social en una historia íntima.
Justo entonces aparece la clara voz interior de
Alberto encarnada en Manuel, cartografiando no ya los desvelos de Alberto sino los de toda una sociedad que receta ambición
mal entendida en forma de avaricia, retroalimentada e insaciable, valiosa moneda
comúnmente aceptada en nuestro mundo.
¿Qué es la
mediocridad, la necesidad, el conformismo? Nos bastaría con que cada cual se
enfrentara íntima y honestamente a estos conceptos tan aparentemente accesibles,
tan inaprehensibles en verdad. Conocer desde una sana educación, desde nuestra
única arma, un pensamiento crítico que no descanse jamás, que no se adocene en
prejuicios que nos definan, para entender esas grandes palabras y ser, entonces
sí, incómodamente libres desde el continuo cuestionamiento de quien se es en
cada momento.
Resulta cómoda la ominipotente y omnipresente mentira
desde la amenazante certeza de la muerte, seguir el camino del adormecimiento,
capitulando con la excusa de que no cabe liberación de nuestra propia
naturaleza, de nosotros mismos. Sin embargo el ser persiste en existir conforme
a su naturaleza, y la libertad precede a la esencia según el clásico dogma
existencialista, nosotros nos creamos a nosotros mismos, y esa esencia es la del
propio camino, la de la búsqueda, el destino del ser humano, aunque sepamos con
certeza que no ha de haber respuesta, que la pregunta es la misma respuesta a
la forma correcta de vivir que persigue Alberto, la forma de sobrevivir de
Alberto.
Acabo
con palabras mayores, que dudé si incluir porque precisamente vuelvo a tirar de
ellas en el prólogo del libro de Rebeca, una reflexión sobre el tiempo humano, que siendo parar mí una suerte de divisa personal,
creo se ajustan con precisión a la peripecia de Alberto. Palabras del mago
Borges, capaz de retratar en un par de líneas el bello y triste destino de ser
hombre:
“Nada
está construido en piedra; todo se construye sobre arena, pero hay que
construir como si la arena fuese piedra”.
Ahí
está todo, no hay más.
Aprestémonos
a ello y todo adquirirá sentido. Solo el fin nos regala un principio.
Alberto sabía que siempre hay una vida más por elegir.
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