domingo, 23 de agosto de 2020

El irlandés... esos adorables asesinos, una vez más


A pesar de ser devoto de Scorsese, para mí sin duda entre los cinco más grandes de la historia del cine, comienzo las tres horas y media de "El Irlandés" con algo de pereza porque sé lo que me va a contar y efectivamente tuerzo el morro cuando va sucediendo lo esperado. Qué necesidad de volver a lo mismo, digo yo.

Y es que está toda la tipología del universo creado entre Coppola y Scorsese, potenciado con los Soprano y al que el cine italiano de los últimos años le está cambiando el glamour de lo hortera por el de la miseria moral.

Una panda de hombres impresentables -en este mundo la mujer solo ejerce de complemento-, vestidos con espantoso mal gusto, hablando las más de las veces de gilipolleces, cuya seña de identidad es un rígido código ético alternativo con reglas que rigen una sociedad endogámica y orgullosa, la  única relevante, y en la que la violencia  y su amenaza, en cierto modo también regulada según sus usos ancestrales, es utilizada como forma habitual de relacionarse en un interminable juego de poder 

El enganche está ahí, la violencia brutal, descarnada por cotidiana y asumida, se convierte en frivolidad tanto para el personaje que la baraja como mero asunto profesional, como para autor y espectador, al mudar increíblemente una vez más en arte y belleza desde el espectáculo. 

Al final de la película abandono mi escepticismo  para acabar entusiasmado, preguntándome dónde está el truco para que Scorsese lo vuelva a hacer, para que la película vuelva a ser excepcional. En la forma de interpretar de unos actores excepcionales, sí,  pero sobre todo en la forma de contar del maestro. Y es que hay veces que me quedo casi paralizado y francamente admirado por la forma de narrar, por cómo construye algunas escenas, cómo retrata el mitin de Hoffa o el asesinato de Kennedy, por cómo utiliza la cámara lenta sin que parezca mera excusa para remarcar contenido sentimental, o esa  eterna búsqueda de  la poética de la muerte sin parecer pedante -Coppola- o reiterativo. Y yo, cinéfilo de medio pelo, que sigo viendo muchas películas y estando al tanto, aunque no como cuando era joven y andaba suelto, acabo pensando cuánto cine hay en diez minutos de Scorsese que da de patadas a tanto genio actual de día y medio.  

Referencia aparte merece esa casi hora final en la que la película cambia de rumbo a partir de un hecho clave en la historia, a partir de lo que casi se antoja el mandato divino a Abraham del sacrificio de Isaac. Scorsese, con un medido y magistral crescendo culminado brutalmente con el asesinato de Hoffa, ralentiza la película, transformándola en un remanso en el que solo cabe una difusa reflexión y autocuestionamiento del protagonista sobre lo ético de sus decisiones y acciones, sobre el sentido de su vida en fin. Un largo epilogo para la vida del protagonista y para una obra que increíblemente se coloca a la altura del grandísimo cine del director. 

Una de las características de estos tipos es que cuando se habla, las palabras cuentan poco; lo que importa es el subtexto, las expresiones tiene un significado que solo conocen ellos: el dar a saber cómo está el tema es una amenaza de muerte o la gente como tú (el "you people" de la antológica discusión de ascendencia "tarantiniana" entre Pacino y Stephen Graham que comparto) es lo peor que le puedes decir  a alguien. Me imagino compartir está película en mi piso de estudiante de Salamanca y sería pasarnos el año tirando de "la gente cómo tú" y de "cómo está el tema".

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