Darle un toque jazz a Monteverdi, guitarra eléctrica a Purcell, Scarlatti o Vivaldi, convertir sonatas de Schubert en piezas de garitos oscuros para la comunión de feligreses de la gran religión jazz. Sí, parece agua y aceite, sí, parece anatema, sí, más parece puñetazo que abrazo. Pero lo cierto es que de un tiempo a esta parte, no paro de volver a ellos una y otra vez.
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