"Entre el pueblo y la Corte"
(Artículo para la revista cultural de Azabal)
Me niego a aceptar que escribir sobre Azabal es
escribir sobre recuerdos y memoria; para
mí escribir sobre Azabal no es recuperar, para mí es escribir sobre vida
y presente.
Aunque necesitamos de historias, toda historia es
una mentira, el carácter narrativo otorga sentido a lo que mientras sucede no
lo tiene. Todo fue más caótico e imprevisible de como lo contamos después. No
hay finales ni principios, no hay sentido, no hay razón ni cauce ni camino. La
vida sucede. La vida pasa sin más. Pienso en un principio, en un final y en un
balance, pero esos conceptos se construyen,
no existen; ni todo sucedió como lo recuerdo, ni por supuesto hubo un
final, porque Azabal sigue en mí y yo soy parte de ellos, como ese río de los
Ángeles, que transcurriendo, nunca marcha.
Preciso de una referencia, un lugar desde el que
contar el viaje. Decido. Decido contar desde puerto, decido entender el pasado
desde hoy. Decido contar desde otro Ayuntamiento, un Ayuntamiento de Corte, de ciudad. Y creo que puedo
contar Azabal desde la diferencia con mi ciudad, Ciudad Rodrigo.
A veces me pasa, a veces ocurre que añoro los
pueblos, que echo de menos Azabal. Intento entonces racionalizar, entender,
hacer algo tan socorrido y absurdo como una lista mental con lo bueno y lo malo,
con lo conseguido y perdido. Allí llegué tras la bloqueante angustia profesional que
solo será capaz de entender el camarada del gremio de la estresante Administración
Local.
Bien está, aquello pasó y creo que hasta casi podría afirmar que me hallo
en proceso de reconciliación conmigo y mi pasado. Casi dar por bueno que algo
de aquello estaba escrito, que cruzar el desierto es condición indispensable
para la adquisición de conocimiento y la forja de carácter, para crecer y no
fracasar, o al menos para aceptar el fracaso. Hoy contemplo algo asustado que
bien pudo ser que mi vida no saliera bien, que incluso hubiera resultado lo
lógico y normal, que toda la energía que hoy atesoro con mimo, la que me impele
a luchar en tantos frentes para recuperar el tiempo perdido, pudo morir en la
orilla.
Mas volví a arraigar, a echar raíces y crecer, a comprender
y comprenderme. Y todo comenzó en Azabal, en las Hurdes, para mí siempre tierra
de promisión y redención, marcada por la
agreste belleza de sus montañas, pero sobre todo por unas gentes, las
extremeñas, que me acogieron y abrazaron hasta que pude, desde el silencio,
volver a sentirme un hombre capaz. Hoy sé que lo hubiera hecho todo mejor, hoy
sé que si volviera, les ofrecería una competencia profesional mil grados más
allá de lo aportado, pero eso solo lo sé yo, verdadero conocedor de mis
flaquezas y lastres pasados.
Allí me
empecé a reconstruir y recomponer, pieza a pieza, siempre con el sentido
cariño de unas gentes que, conocido es, bajando los puertos a tierra caliente, son más abiertas y
cercanas, que me cuidaron sin advertir de cuánto afecto y comprensión precisaba.
A todos se nos alcanza la perfecta y turbia belleza
de la imposibilidad, de todo lo que no fue y solo se figura, también de todo lo
recordado; todos sabemos que la nostalgia tiende a destilar impurezas y
quedarse con el recuerdo sanador. Ese efecto evocador, esa poderosa ascendencia esconde el peligro de la mentira
inventada.
Mientras escribo, por qué no describir la diferencia
entre trabajar en un pueblo y en una ciudad, entre el pueblo y la Corte. Y
pienso y advierto que aquí, en la ciudad, soy la pieza de un engranaje,
siéndome ajeno mucho de lo que se ventila en el ayuntamiento. Me gusta mi
trabajo, sobre todo empujar con algunos de mis compañeros, grandes profesionales
por capacidad, preparación y sobre todo compromiso, lo que se convierte en
acicate constante, siendo el aprendizaje casi continuo la mejor recompensa.
Sentirme valorado también. La fuerza de la alegría de encontrar verdadero
placer en mucho de lo que hago, la gran suerte de enfrentarme a la silenciosa
aridez de un trabajo como el mío, de muchas horas en soledad frente al norma y
su traducción a la realidad, sabiendo que tras el pundonor y la resistencia, siempre
se halla el camino y la solución.
Sin embargo, como un fogonazo imprevisto, a
veces echo de menos podría decir la tierra, o el olor de la tierra. La montaña,
caminar, recorrer el entorno determinante en los pueblos de su idiosincrasia,
la naturaleza que aquí palpita tan lejos de mi despacho.
En un ayuntamiento de pueblo nada me era ajeno. A
Azabal lo vi crecer durante los años que allí pasé. Lo vi agarrarse a la tierra
como los cerezos y los olivos que crecen en sus laderas. Es la sombra, es la
umbría, es el espíritu hurdano de resistencia de una gente hecha a luchar
durante siglos desde la fortaleza de la sonrisa y la bonhomía. Yo, tímido y
seco castellano, recibí como recompensa el ser y la forma de una gente más
abierta, más cercana, más hospitalaria que mi reflejo.
A Azabal lo define la montaña. La montaña está ahí
siempre, te sitúas en la ladera y te agarras, como las raíces de los dos
árboles que le dan la vida, el olivo y el cerezo. En Ciudad Rodrigo la seña de
identidad es la piedra, la piedra humanizada, trabajada, el sillar. Esa piedra
que un apasionado por la historia y el arte también siente palpitar con la
misma fuerza, pero procedente de otro espíritu y mundo interior.
Del pueblo se extraña el ayudar al vecino que hoy
apenas veo. Aquí en Ciudad Rodrigo sé de mi utilidad de una forma mucho más aséptica
y difusa. En un pueblo la función
adquiere un rostro humano. En los pueblos más tareas, más gestiones de menos
relevancia pero más frentes que vigilar; estar en forma en más campos. Sacrificar
la importancia y trascendencia de algún asunto de hoy (traducido en ocasiones
en muchos ceros con euros a la derecha de los asuntos), los que me exigen
estudio continuo o estar en mínima forma en todo lo demás. He ahí la cuestión.
De nuevo el entorno, la naturaleza, el monte que yo,
deportista de grandes espacios, admiraba cuando subía a la plaza de la Era desde el Ayuntamiento; la silueta del
Risco que empapa, marca y obliga a
recorrer cuando toca trabajar alguna tarde, aprovechar el tiempo y la
oportunidad, explorar, la aventura de la vida para buscar y encontrar algo más
detrás del trampantojo de la realidad, que se intuye mejor desde los humildes
edificios que acogen los ayuntamientos de pueblo que desde el bello palacio señorial
que hoy me acoge.
Y la vida de un pueblo encapsulada en la Corporación.
La vida como diálogo, la tensión sobre la que se construye un ayuntamiento
es la que se da entre políticos y técnicos, entre nosotros que ayudamos y ponemos
trabas a la vez, en una retroalimentación, en una representación en la que todos
remamos con el mismo rumbo, en la que ha de haber roces, pero en la que también
se crea un vínculo de lealtad con el político serio y trabajador. Aquí en la
Corte todo viene siendo más impersonal,
hay y no hay lugar a la cercanía que podía sentir con gentes que allí
consideraba amigos.
Pienso que Azabal sigue conmigo porque sigo
pendiente de la helada, de las horas de
frío que necesita el cerezo en invierno para dar buen fruto en primavera,
pendiente del precio de la aceituna, de los aguaceros de primavera y del
desvelo de los que se afanan en la cereceda, temerosos de esa lluvia que
malogre gran parte de los ingresos del año. Y ese es un don que espero nunca
perder.
Tal vez vuelva a hacerlo, tal vez vuelva a un pueblo, pero ya no será Azabal y será como Secretario. Volver a hacerlo, volver a hacerlo mejor y esta vez sí, elegir con conocimiento qué camino seguir, qué es mejor, si Corte o pueblo. Decidir, si es que es eso posible para el hombre, decidir si cabe escapar a su destino.
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