jueves, 10 de diciembre de 2020

Entre el pueblo y la Corte


"Entre el pueblo y la Corte" 

(Artículo para la revista cultural de Azabal)

Me niego a aceptar que escribir sobre Azabal es escribir sobre recuerdos y memoria; para  mí escribir sobre Azabal no es recuperar, para mí es escribir sobre vida y presente.

Aunque necesitamos de historias, toda historia es una mentira, el carácter narrativo otorga sentido a lo que mientras sucede no lo tiene. Todo fue más caótico e imprevisible de como lo contamos después. No hay finales ni principios, no hay sentido, no hay razón ni cauce ni camino. La vida sucede. La vida pasa sin más. Pienso en un principio, en un final y en un balance, pero esos conceptos se construyen,  no existen; ni todo sucedió como lo recuerdo, ni por supuesto hubo un final, porque Azabal sigue en mí y yo soy parte de ellos, como ese río de los Ángeles, que transcurriendo, nunca marcha.

Preciso de una referencia, un lugar desde el que contar el viaje. Decido. Decido contar desde puerto, decido entender el pasado desde hoy. Decido contar desde otro Ayuntamiento, un Ayuntamiento de Corte, de ciudad. Y creo que puedo contar Azabal desde la diferencia con mi ciudad, Ciudad Rodrigo.

A veces me pasa, a veces ocurre que añoro los pueblos, que echo de menos Azabal. Intento entonces racionalizar, entender, hacer algo tan socorrido y absurdo como una lista mental con lo bueno y lo malo, con lo conseguido y perdido. Allí llegué  tras la bloqueante angustia profesional que solo será capaz de entender el camarada del gremio de la estresante Administración Local.

Bien está, aquello pasó y  creo que hasta casi podría afirmar que me hallo en proceso de reconciliación conmigo y mi pasado. Casi dar por bueno que algo de aquello estaba escrito, que cruzar el desierto es condición indispensable para la adquisición de conocimiento y la forja de carácter, para crecer y no fracasar, o al menos para aceptar el fracaso. Hoy contemplo algo asustado que bien pudo ser que mi vida no saliera bien, que incluso hubiera resultado lo lógico y normal, que toda la energía que hoy atesoro con mimo, la que me impele a luchar en tantos frentes para recuperar el tiempo perdido, pudo morir en la orilla.

Mas volví a arraigar, a echar raíces y crecer, a comprender y comprenderme. Y todo comenzó en Azabal, en las Hurdes, para mí siempre tierra de promisión y redención,  marcada por la agreste belleza de sus montañas, pero sobre todo por unas gentes, las extremeñas, que me acogieron y abrazaron hasta que pude, desde el silencio, volver a sentirme un hombre capaz. Hoy sé que lo hubiera hecho todo mejor, hoy sé que si volviera, les ofrecería una competencia profesional mil grados más allá de lo aportado, pero eso solo lo sé yo, verdadero conocedor de mis flaquezas y lastres pasados.

Allí  me empecé a reconstruir y recomponer, pieza a pieza, siempre con el sentido cariño de unas gentes que, conocido es, bajando los puertos a tierra caliente, son más abiertas y cercanas, que me cuidaron sin advertir de cuánto afecto y comprensión precisaba.

A todos se nos alcanza la perfecta y turbia belleza de la imposibilidad, de todo lo que no fue y solo se figura, también de todo lo recordado; todos sabemos que la nostalgia tiende a destilar impurezas y quedarse con el recuerdo sanador. Ese efecto evocador, esa poderosa  ascendencia esconde el peligro de la mentira inventada.

Mientras escribo, por qué no describir la diferencia entre trabajar en un pueblo y en una ciudad, entre el pueblo y la Corte. Y pienso y advierto que aquí, en la ciudad, soy la pieza de un engranaje, siéndome ajeno mucho de lo que se ventila en el ayuntamiento. Me gusta mi trabajo, sobre todo empujar con algunos de mis compañeros, grandes profesionales por capacidad, preparación y sobre todo compromiso, lo que se convierte en acicate constante, siendo el aprendizaje casi continuo la mejor recompensa. Sentirme valorado también. La fuerza de la alegría de encontrar verdadero placer en mucho de lo que hago, la gran suerte de enfrentarme a la silenciosa aridez de un trabajo como el mío, de muchas horas en soledad frente al norma y su traducción a la realidad, sabiendo que tras el pundonor y la resistencia, siempre se halla el camino y la solución.

Sin embargo, como un fogonazo imprevisto, a veces echo de menos podría decir la tierra, o el olor de la tierra. La montaña, caminar, recorrer el entorno determinante en los pueblos de su idiosincrasia, la naturaleza que aquí palpita tan lejos de mi despacho.

En un ayuntamiento de pueblo nada me era ajeno. A Azabal lo vi crecer durante los años que allí pasé. Lo vi agarrarse a la tierra como los cerezos y los olivos que crecen en sus laderas. Es la sombra, es la umbría, es el espíritu hurdano de resistencia de una gente hecha a luchar durante siglos desde la fortaleza de la sonrisa y la bonhomía. Yo, tímido y seco castellano, recibí como recompensa el ser y la forma de una gente más abierta, más cercana, más hospitalaria que mi reflejo.

A Azabal lo define la montaña. La montaña está ahí siempre, te sitúas en la ladera y te agarras, como las raíces de los dos árboles que le dan la vida, el olivo y el cerezo. En Ciudad Rodrigo la seña de identidad es la piedra, la piedra humanizada, trabajada, el sillar. Esa piedra que un apasionado por la historia y el arte también siente palpitar con la misma fuerza, pero procedente de otro espíritu y mundo interior.

Del pueblo se extraña el ayudar al vecino que hoy apenas veo. Aquí en Ciudad Rodrigo sé de mi utilidad de una forma mucho más aséptica y difusa.  En un pueblo la función adquiere un rostro humano. En los pueblos más tareas, más gestiones de menos relevancia pero más frentes que vigilar; estar en forma en más campos. Sacrificar la importancia y trascendencia de algún asunto de hoy (traducido en ocasiones en muchos ceros con euros a la derecha de los asuntos), los que me exigen estudio continuo o estar en mínima forma en todo lo demás. He ahí la cuestión.  

De nuevo el entorno, la naturaleza, el monte que yo, deportista de grandes espacios, admiraba cuando subía a la plaza de la Era desde el Ayuntamiento; la silueta del Risco que empapa, marca y obliga a recorrer cuando toca trabajar alguna tarde, aprovechar el tiempo y la oportunidad, explorar, la aventura de la vida para buscar y encontrar algo más detrás del trampantojo de la realidad, que se intuye mejor desde los humildes edificios que acogen los ayuntamientos de pueblo que desde el bello palacio señorial que hoy me acoge.

Y la vida de un pueblo encapsulada en la Corporación. La vida como diálogo, la tensión sobre la que se construye un ayuntamiento es la que se da entre políticos y  técnicos, entre nosotros que ayudamos y ponemos trabas a la vez, en una retroalimentación, en una representación en la que todos remamos con el mismo rumbo, en la que ha de haber roces, pero en la que también se crea un vínculo de lealtad con el político serio y trabajador. Aquí en la Corte todo viene siendo  más impersonal, hay y no hay lugar a la cercanía que podía sentir con gentes que allí consideraba amigos.

Pienso que Azabal sigue conmigo porque sigo pendiente  de la helada, de las horas de frío que necesita el cerezo en invierno para dar buen fruto en primavera, pendiente del precio de la aceituna, de los aguaceros de primavera y del desvelo de los que se afanan en la cereceda, temerosos de esa lluvia que malogre gran parte de los ingresos del año. Y ese es un don que espero nunca perder.

Tal vez vuelva a hacerlo, tal vez vuelva a un pueblo, pero ya no será Azabal y será como Secretario. Volver a hacerlo, volver a hacerlo mejor y esta vez sí, elegir con conocimiento qué camino seguir, qué es mejor, si Corte o pueblo. Decidir, si es que es eso posible para el hombre, decidir si cabe escapar a su destino. 

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