viernes, 2 de mayo de 2014

Ruinas del Convento de San Francisco, el milagro de la resurrección





Con motivo de los ochocientos años de la llegada de San Francisco a nuestra ciudad, y organizada por la Fundación Ciudad Rodrigo  bajo el título  “Los lugares franciscanos en Ciudad Rodrigo”, la pasada semana asistimos a una charla de María Paz de Salazar y Acha y Valeriano Sierra. 


Todo el acto resultó interesante pero la parte de Valeriano Sierra acerca de su intervención en las ruinas del Convento de San Francisco, me pareció francamente excepcional y bien merece unas palabras. 


Engancha de inicio el entusiasta relato de Sierra sobre el complejo empeño de devolver vida a un cadáver, sobre cómo recuperar unas solitarias ruinas abandonadas para otorgar personalidad a algo que para muchos no venía a ser más que  un puñado de muros antiguos donde antaño había una bar o un almacén. No se trataba solo de la intervención física, también se pretendía conseguir que los propios mirobrigenses volvieran a acoger las ruinas como algo propio, que esas paredes mudas volvieran a hablar.

  

Escuchándole, me parecía ser testigo de la pasión de un hombre del Renacimiento ante las ruinas clásicas, buscando un significado mucho más allá de lo que la mayoría éramos capaces de ver, queriendo compartir conocimientos con el que ignora. Particularmente lo siento así porque pensaba en mí mismo, desde niño enamorado de las huellas históricas en mi  ciudad y  sin embargo, nunca prestando atención seria al antiguo convento. Creo que a la mayoría le ocurrió lo mismo, pienso que, tristemente, a la mayoría le sigue ocurriendo igual.


La condena al Convento le viene de  largo, desde sus mismos principios, desde su primera piedra, desde la elección del emplazamiento: la ermita de San Gil donde se cree que se alojó San Francisco. Su pena se asocia a un adverbio: extramuros. Un edificio fuera del casco amurallado al que por sus condiciones de tamaño y solidez, inevitablemente le afectó la veleidad inherente a las periódicas guerras en una ciudad de frontera, las que finalmente lo condenaron a la muerte atrapado en el fragor del último enfrentamiento, el más violento, el de la Guerra de la Independencia.  A cuenta de ello, qué curioso ese plano militar donde se pretendía extender la muralla con baluartes que lo acogieran en su seno y evitaran tanto su destrucción como su utilización por el enemigo. 



Valeriano Sierra y su equipo, como artífices del proyecto de poner en valor las ruinas, acometieron la labor con pasión, tratando de colocarlo en el mapa, pretendiendo explicar tanto al mirobrigense como al visitante qué fue el convento a partir de un simple y hermoso extremo en piedra dorada, un hilo del que el interesado o curioso habrá de tirar para alzar mentalmente una obra imponenete y altiva que, realizada con la vocación de atravesar los siglos,  murió prematura. 


Valeriano, antes de comenzar a describir su actuación concreta, comentaba a vuelapluma qué se podría  hacer: reconstruirlo, cambiarlo de sitio. Son preguntas retóricas, pero estoy tan embebido por su discurso, que las tomo en serio y respondo mentalmente recordando el traslado de iglesias enteras al otro lado del Atlántico o mi asombro ante las milagrosas reconstrucciones de  la Catedral de Rotterdam o de los cascos históricos de las ciudades alemanas tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.


Ante la impotencia que acompaña buena parte de su labor, parten de una premisa lógica: el valor de la ruina en sí, con su componente  romántico y misterioso. Nombra dos referentes: la Igreja do Carmo en Lisboa, destruida tras el terremoto de 1755, de la que pervive su esqueleto, herido pero elegante, en la alto del Chiado o la presentación de algunos monumentos romanos en la propia Roma, valiéndose de varios niveles para marcar las diferencias de tiempo a través de la división de espacios o alturas.


Tenemos los testimonios además de los planos de planta. Es importante valerse de técnicas para contar qué desapareció, técnicas como marcar extremos de muros dentados –tal que a medio hacer- , para contar al espectador por dónde continuaba el edificio o conservar el enlosado en  la acera contigua a la calle para marcar la prolongación de  la majestuosa e inexistente nave central.


Y claro, propiamente las labores de limpieza y descubrimiento de los tesoros de las capillas supervivientes, ocultas tras años de mugre y malas prácticas acordes con el espíritu de la época,  donde se realizó un trabajo extraordinario y se encontró mucho más de lo esperado.

Paradójico que el sueño eterno de los miembros de las familias acadudaladas de Ciudad Rodrigo, de aquellos Águilas encumbrados sobre el infortunio de los Centeno, que aspirando al  privilegio de un reposo espiritual arrogante, dieran de bruces con la guerra, la fiel representación humana del infierno de Dante.


Apunte final que no ha de faltar: El Convento de San Francisco en tiempos acogió la última víctima de nuestro patrimonio: el Calvario de Juan de Juni, no expoliado o destruido fruto de la fuerza mayor de una guerra, sino de la forma sutil y traidora que hoy manda, la de la política de despachos. Manda huevos que a estas alturas se tolere robar su Historia a los pueblos.

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