Con motivo de los ochocientos años de la llegada de
San Francisco a nuestra ciudad, y organizada por la Fundación Ciudad Rodrigo bajo el título “Los
lugares franciscanos en Ciudad Rodrigo”, la pasada semana asistimos a una
charla de María Paz de Salazar y Acha y Valeriano Sierra.
Todo el acto resultó interesante pero la parte de
Valeriano Sierra acerca de su intervención en las ruinas del Convento de San
Francisco, me pareció francamente excepcional y bien merece unas palabras.
Engancha de inicio el entusiasta relato de Sierra
sobre el complejo empeño de devolver vida a un cadáver, sobre cómo recuperar
unas solitarias ruinas abandonadas para otorgar personalidad a algo que para muchos
no venía a ser más que un puñado de
muros antiguos donde antaño había una bar o un almacén. No se
trataba solo de la intervención física, también se pretendía conseguir que los
propios mirobrigenses volvieran a acoger las ruinas como algo propio, que esas
paredes mudas volvieran a hablar.
Escuchándole, me parecía ser testigo de la pasión de
un hombre del Renacimiento ante las ruinas clásicas, buscando un significado
mucho más allá de lo que la mayoría éramos capaces de ver, queriendo compartir conocimientos
con el que ignora. Particularmente lo siento así porque pensaba en mí mismo,
desde niño enamorado de las huellas históricas en mi ciudad y sin embargo, nunca prestando atención seria al
antiguo convento. Creo que a la mayoría le ocurrió lo mismo, pienso que, tristemente,
a la mayoría le sigue ocurriendo igual.
La condena al Convento le viene de largo, desde sus mismos principios, desde su
primera piedra, desde la elección del emplazamiento: la ermita de San Gil donde
se cree que se alojó San Francisco. Su pena se asocia a un adverbio: extramuros.
Un edificio fuera del casco amurallado al que por sus condiciones de tamaño y
solidez, inevitablemente le afectó la veleidad inherente a las periódicas guerras
en una ciudad de frontera, las que finalmente lo condenaron a la muerte
atrapado en el fragor del último enfrentamiento, el más violento, el de la
Guerra de la Independencia. A cuenta de
ello, qué curioso ese plano militar donde se pretendía extender la muralla con
baluartes que lo acogieran en su seno y evitaran tanto su destrucción como su
utilización por el enemigo.
Valeriano Sierra y su equipo, como artífices del
proyecto de poner en valor las ruinas, acometieron la labor con pasión,
tratando de colocarlo en el mapa, pretendiendo explicar tanto al mirobrigense
como al visitante qué fue el convento a partir de un simple y hermoso extremo
en piedra dorada, un hilo del que el interesado o curioso habrá de tirar para
alzar mentalmente una obra imponenete y altiva que, realizada con la vocación de
atravesar los siglos, murió prematura.
Valeriano, antes de comenzar a describir su
actuación concreta, comentaba a vuelapluma qué se podría hacer: reconstruirlo, cambiarlo de sitio. Son
preguntas retóricas, pero estoy tan embebido por su discurso, que las tomo en
serio y respondo mentalmente recordando el traslado de iglesias enteras al otro
lado del Atlántico o mi asombro ante las milagrosas reconstrucciones de la Catedral de Rotterdam o de los cascos
históricos de las ciudades alemanas tras los bombardeos de la Segunda Guerra
Mundial.
Ante la impotencia que acompaña buena parte de su
labor, parten de una premisa lógica: el valor de la ruina en sí, con su
componente romántico y misterioso. Nombra
dos referentes: la Igreja do Carmo en Lisboa, destruida tras el terremoto de
1755, de la que pervive su esqueleto, herido pero elegante, en la alto del Chiado
o la presentación de algunos monumentos romanos en la propia Roma, valiéndose
de varios niveles para marcar las diferencias de tiempo a través de la división
de espacios o alturas.
Tenemos los testimonios además de los planos de planta.
Es importante valerse de técnicas para contar qué desapareció, técnicas como
marcar extremos de muros dentados –tal que a medio hacer- , para contar al
espectador por dónde continuaba el edificio o conservar el enlosado en la acera contigua a la calle para marcar la
prolongación de la majestuosa e
inexistente nave central.
Y claro, propiamente las labores de limpieza y
descubrimiento de los tesoros de las capillas supervivientes, ocultas tras años
de mugre y malas prácticas acordes con el espíritu de la época, donde se realizó un trabajo extraordinario y
se encontró mucho más de lo esperado.
Paradójico que el sueño eterno de los miembros de
las familias acadudaladas de Ciudad Rodrigo, de aquellos Águilas encumbrados
sobre el infortunio de los Centeno, que aspirando al privilegio de un reposo espiritual arrogante,
dieran de bruces con la guerra, la fiel representación humana del infierno de
Dante.
Apunte final que no ha de faltar: El Convento de San
Francisco en tiempos acogió la última víctima de nuestro patrimonio: el
Calvario de Juan de Juni, no expoliado o destruido fruto de la fuerza mayor de
una guerra, sino de la forma sutil y traidora que hoy manda, la de la política
de despachos. Manda huevos que a estas alturas se tolere robar su Historia a
los pueblos.
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