Cuando me enteré de la desaparición de nuestro Árbol Gordo, andaba yo enredado
en íntima lucha contra leyes y
artículos, de ésas que no permiten tregua ni distracción alguna, por lo que descarté redactar una apresurada nota de despedida.
Sin embargo, más tarde leí un comentario que venía a expresar que a santo de
qué tanto jaleo por un trozo de leña. Entonces decidí tomar cuatro notas con vistas a intentar sacar en claro
algún texto cuando dispusiera de tiempo.
Es cierto, ¿por qué esa casi conmoción por la
desaparición de un árbol muerto? Mi propósito: encontrar respuestas, o mejor, explicármelo a mí mismo. La pregunta o queja era
perfectamente comprensible y de primeras, parece más razonable considerar
ridículo sentir cariño o una suerte de veneración por un árbol ya ni siquiera
vivo, hoy poco más que un fantasmagórico muñón
gigante.
Puede venir al caso la dendrolatría, término referido al culto a los árboles,
mitos y divinidades arbóreas; la veneración por los árboles y bosques, o por
los espíritus que habitan en aquéllos, viene de antiguo y no resulta complicado
encontrar árboles considerados más o menos venerables en la historia de los pueblos.
Nuestro Árbol Gordo encarna más de lo que es, un
árbol; abarca mucho más para convertirse en un emblema distintivo con vocación
aglutinadora de una comunidad, en este caso, mi ciudad, Ciudad Rodrigo. Y esa
función del símbolo que representa otra realidad, es algo que puede que implique mucho para la mayoría, pero nada para otros, como lo mismo puede
suceder con otros elementos que sí es menester aparezcan en guías turísticas, sean edificios
o episodios, fiestas o costumbres; ahora bien, nuestro árbol juega con la
ventaja de presentarse despojado de las impurezas inherentes al fruto de
cualquier acción humana, a su cualidad de discutibles. Todo forma
nuestro patrimonio, material o inmaterial, apreciado en función del
signo de los tiempos, de las cambiantes sensibilidades o convenciones sobre su
“uso”, aunque el manto reivindicativo que arropa a estos iconos es innegable.
Para muchos
mirobrigenses ese árbol es historia de nuestro pueblo y de nosotros
mismos, de nuestra identidad, porque al fin, cada uno le va otorgando
inconscientemente, sin pretenderlo, un significado que paradójicamente se pone de manifiesto, se
entiende mejor, cuando el significante desaparece, cuando toca deshacerse hasta
del testimonio muerto del árbol que fue, el que misteriosamente seguía
cumpliendo su función.
Se hace difícil explicar por qué un árbol muerto
seguía proyectando su sombra, por qué se obrará el milagro en virtud del cual,
el viejo olmo seguirá extendiendo esas ramas sobre la ciudad en forma de
recuerdo, cuando ya no quede ni siquiera su huella física, convirtiendo lo
finito en inmemorial, casi sin principio ni final.
Puede que porque el decorado de nuestro paisaje
interior lo vamos amueblando sin cesar, cada uno con piezas necesariamente distintas, pero que en algunos casos coinciden. Ahora es cuando muchos somos conscientes de que vivimos todas
nuestras edades a su vera, desde niño a mis cuarenta y cuatro años. Ahora toca dejar que
surja con fuerza esa extraña vinculación con lo ajeno, con las cosas, con otros
seres, donde siempre se aloja algo de lo
vivido. Me vio nacer y yo lo vi morir y es inevitable advertir la pérdida del
que cumplía de vigilante y testigo sin
que yo apenas reparara en él.
Por ello, tras el sacrificio definitivo, se precisa
digna despedida, un gesto, un adiós. Como bien señalaba el desencadenante de
estas letras, todo es mentira, es teatro, una historia de mitos sin sentido.
Efectivamente solo es poesía inaprehensible, pero la poesía, cuando es buena,
es precisa.
Con esa despedida, el que siempre será el Árbol
Gordo, aún sustituido por otro, a su manera seguirá bombeando sangre desde casi
el centro de la ciudad, como otro corazón
que recuerda que hay otras formas de vida pausadas y en silencio, las de todos esos árboles y
plantas atrapadas en entornos urbanos algo fuera de lugar, que cuidamos con
esmero para en algún instante perdido poder detenernos, detenerlo todo, y escuchar el rumor de su savia, algo del misterio
que encierran aquellos que existían antes que nosotros, el que se intuye tras el sonido de nuestros pasos al caminar en lo profundo del bosque.
La muerte ya había llegado, toca ahora el momento de
cortarlo, de arrancar los tristes pedazos. Hubo pueblos que exigían fórmulas
ancestrales y mágicas para rogar perdón cuando se cortaban los árboles de sus
bosques. Puede que en el siglo XXI este ritual lo constituya el sencillo
homenaje que se proyecta, y tal y como se utilizaban antiguamente árboles de
especies distintas a los de la zona como
mojones orientadores o delimitadores, puede servir de mojón existencial esa
placa en el pavimento -en mi opinión una gran idea-, donde sigamos citándonos los
mirobrigenses para celebrar, para iniciar un rato en común o para separarnos tras el regreso
de una día especial. Bien sabéis: “En el Árbol Gordo a las siete”.
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