domingo, 22 de marzo de 2015

¿Por qué bibliotecas? Buscando mis razones



“Siempre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como una vergüenza. Nunca como ahora la gente había presumido de no haberse leído un puto libro en su jodida vida, de no importarle nada que pueda oler levemente a cultura o que exija una inteligencia mínimamente superior a la del primate. Los analfabetos de hoy son los peores porque, en la mayoría de los casos, han tenido acceso a la educación; saben leer y escribir pero no ejercen. Cada día son más y el mercado los cuida más y piensa más en ellos. La televisión cada vez se hace más a su medida.  Las parrillas de los distintos canales compiten en ofrecer programas para una gente que no lee, que no entiende, que pasa de la cultura, que quiere que la diviertan o que la distraigan aunque sea con los crímenes más brutales o con los más sucios trapos de portera. El mundo entero se está creando a la medida de esta nueva mayoría. Todo es superficial, frívolo, elemental, primario, para que ellos puedan entenderlo y digerirlo. Esos son socialmente la nueva clase dominante aunque siempre será la clase dominada, precisamente por su analfabetismo y su incultura, la que impone su falta de gusto y sus morbosas reglas. Y así nos va a los que no nos conformamos con tan poco, a los que aspiramos a un poco más de profundidad, un poco más, hombre, un poquito más, joder”.

Son palabras de  Jesús Quintero, el presentador de televisón,  extraídas de un vídeo que  compartí hace unos días en internet. Fellini expresa un sentir similar de una forma más contundente y contenida: “La televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural”.

Partiendo de una idea básica, la de que me parece perfectamente legítima la decisión de vivir prescindiendo absolutamente de libros, probablemente una apacible forma de existir en muchos sentidos, decidí utilizar este texto para, desde él, ofrecer o construir argumentos para  proponer otro camino, o al menos, para no abandonarlo, el camino de los libros, de las historias, de la literatura. 

Desde la premisa socrática de que todo el mundo se revela inteligente cuando se le trata como si lo fuera, buscar esas razones no era más que exponer las mías y para eso, qué mejor que aprovechar esta oportunidad, la necesidad de escribir unas líneas para celebrar la inauguración de una biblioteca y examinar algo de mi tránsito vital junto a ellos, los libros, entender la naturaleza de mi relación; algo que hasta me apetecía, sobre todo porque esta charla la escribiré a medias, entre yo y muchos de esos magos alquimistas de palabras que pasaron por mis manos página a página, que se convirtieron en parte de mí, que son mucho de mi vida.

Es algo que a veces se olvida, para comenzar, nada como el principio. Y desde el principio, como dice Millás, alguien nos toma en sus brazos y comienza a amasarnos con palabras. Pero voy al siguiente principio, para mí más importante, el que nos define como hombres, el de la consciencia como capacidad para vernos y reconocernos a nosotros mismos y juzgar sobre esa visión y reconocimiento. Para mí, el rasgo definitorio de un hombre, es el de ser capaz de sentir y expresar un simple “Yo soy”. Muy cercano, uno de los momentos más trascendentales de nuestra existencia, el más importante para Vargas Llosa que dice que aprender a leer es lo más importante que nos sucede en la vida.

Casi todos mis primeros recuerdos,  está unidos al agua: al de acequias entre naranjos, al sucio olor de la desembocadura del Júcar, a la brisa del Mar Mediterráneo. El agua que inunda toda mi infancia y las historias, las de esa facultad propiamente humana, la de contarlas, la de escucharlas, son las mías a su vera. Pero había otras, las recogidas en los pequeños, coloridos y absurdos cuentos que llegaban cada martes de manos de mi tía Cristina, cuando nos visitaba en su día de permiso en el hotel en el que trabajaba. Cuentos como “Pulgarcito”, “El gato con botas” o “El flautista de Hamelín” que me apresuraba a leer en el parque mientras devoraba el tigretón que completaba el presente de mi tía.

El resto de la semana, tocaba esperar. Porque en mi casa no había libros y eso, aunque yo no lo sabía, podría ser una espada de Damocles cerniéndose sobre mi cabeza según Edmundo D´Amicis, que advertía que el destino de mucha gente depende de tener o no tener una biblioteca en el hogar paterno. Mis padres habían trabajado desde muy jóvenes y habían estudiado lo justo. Sí recuerdo el primer libro de mi casa, uno de fábulas y leyendas de Leonardo da Vinci, que probablemente llegó al hogar fruto de la habilidad de algún vendedor a domicilio de los que se estilaban por entonces, tocando la tecla adecuada en la negociación con mi madre: mi educación, el bien, el futuro del crío. Porque mis padres sí tenían algo claro, ellos no habían podido, pero sí querían que su hijo estudiara y aprendiera, y no escatimarían medios en ello. Por eso, mucho más tarde entendí que accedieran a caprichos de adolescente como caras ediciones en varios tomos de Historia de España o Historia Universal o aceptar formar parte del Círculo de Lectores, donde también descubrí algún gran libro. No puedo estar más que agradecido, porque solo años después entiendes el esfuerzo que para ellos supuso. A lo que iba,  leía y releía aquel libro de Leonardo, pero no era capaz de entender aquellos pequeños relatos en una edición de lujo con dibujos que tampoco acababan de encandilar a un crío tan pequeño. Yo sabía que algo buscaba, buscaba comenzar, pero no sabía por dónde, como me pasaría  varias veces en la vida, aunque tenía lo más importante, un extraño anhelo: la pasión por conocer.

Después llegaron los tebeos, “El guerrero del antifaz”, “Mortadelo”…, aunque a mí los que más me gustaban eran una colección que creo que se llamaba “Novelas Ejemplares” donde se contaba en dibujos la vida de algún personaje histórico o se interpretaba algún clásico de la literatura. En el colegio también había libros donde en apenas una página se contaba algún episodio de la Ilíada o de la gloriosa historia de España, a tono con los estertores de una época demasiado larga, que a mí me dejaban siempre con ganas de más. Pero sí hay uno que marcó un antes y un después: un número especial del Jabato, uno de los gordos. Se trataba de un enfrentamiento entre soldados romanos y cartagineses, en una ciudad, si mal no recuerdo, llamada Baal. Creo que ahí está el germen de mi pasión, ya perfectamente retratada porque no solo quería emocionarme de igual forma, sino que quería saber más y como no tenía acceso, volvía a leer aquel ejemplar –que por cierto, he perdido-, una y otra vez, seguro más de cien. Se trata de algo muy similar a lo que me ocurrió cuando descubrí la música de verdad con Springsteen a los 14 años. Necesitaba saber más, escuchar más pero, en aquellos años, no había otra forma que  hermanos mayores de amigos. Tocaba volver una y otra vez a “Downbound Train”.

Pero allí estaba la biblioteca como oasis reparador para el sediento, la que sigo visitando hoy, porque además para mí es un espacio en el que me siento especialmente bien, porque su soledad y silencio –a veces problemático, más para el abuelo gruñón de hoy que olvida al adolescente tocapelotas de ayer-, fueron bálsamo en la etapa más complicada de mi vida, cuando hace unos años la redescubrí como tiempo perdido. Cuando valiéndome del olor de los libros, el mismo de antaño, como pasaporte para retrotraerme a un pasado sino feliz, sí inconsciente,  porque siempre se describe feliz lo lejano, cuando nuestro horizonte vital  se presenta diáfano. Por razones distintas, entendí aquello que contaba Borges, que para él el paraíso vendría a ser como una especie de biblioteca.

Allí se inició una larga cadena, un puente que une todos los años mis  mi vida, estructurada en varias etapas en las que fui calmando la comezón que me producía mi ansia por saber, por conocer más, donde han estado y están las novelas, pero mucho más: la historia, la música, la política, la filosofía o la teología, desde las novelas chungas de Sven Hassel combinados con sesudos ensayos sobre la Segunda Guerra Mundial que nos convirtieron en unos expertos niñatos algo pedantes, y que, por citar algunos de los más significativos, por influencia a veces reñida con la calidad, sigue con Frederick Forsyth, Robert Graves, Kundera, Tom Wolfe, Stefan Zweig, Savater, Tolstoi, Nick Hornby, hasta llegar a alguno de mis favoritos  de hoy como Norman Mailer, Grossman, Philip Roth, Cercas o Celine.

Capítulo aparte es el de los libros obligatorios en la escuela y, sobre todo, el instituto, pie para reflexionar sobre su idoneidad para el fomento de la lectura. Los primeros, “Requiem por un campesino español” y “El Camino”, marcan, claro, porque además son muy buenos y porque fueron recomendados y explicados por el mejor maestro de mi vida, Don Luis, al que ya dediqué un artículo. Después, muchos clásicos, algunos que a día de hoy, supongo ya no  visitarán las aulas o no deberían,  ya que soy de la opinión de que se han de buscar otras propuestas y no obligar a chavales a enfrentarse con páginas para las que no están preparados, que no pueden comprender porque les quedan muy lejos por formación y mentalidad y que pueden provocar el efecto contrario al buscado: la huida. No solo a libros que me mandaron llegué demasiado pronto, también me ocurrió con otros muchos que decidí afrontar sin las armas suficientes, sin haber vivido, en fin, y que más tarde me tocó revisitar o que aún están pendientes de una lectura adecuada. Pero también es cierto que gracias a mis profesores llegué a muchísimos descubrimientos que me abrieron mundos enteros como Cela o Unamuno, y que, por encima de todo,  plantaron la semilla de la curiosidad, que me obligaron a memorizar unos datos de la historia de la literatura de los que sigo tirando para seleccionar mucho de lo que leo. Me metieron más ganas de las que aún tenía, me abrieron nuevas puertas.

Todo ello, gradualmente, me fue suministrando mi patrimonio más valioso: mi educación. Educación en su acepción de  forma de respeto y saber convivir y en la de muchos conocimientos, nunca suficientes. Porque, a diferencia de lo que se pudiera pensar, no me proporcionaron certezas sino todo lo contrario, me hicieron abandonar todas las que se tiene cuando se es joven y arrogante. Hasta lo que, a grandes rasgos, podría considerar un boceto de mi ideología, se fue difuminando, se convirtió en un arcano, ya que la valoración de la realidad, excepto la más cercana, conectada o dependiente de mí, se trastocó en ardua empresa difícil de rematar, más en un mundo repleto de voces interesadas, donde no existe una información que no se presente sesgada. Ahora apenas tengo cuatro principios a los que aferrarme porque de todo dudo y a veces me pregunto de qué sirve leer tanto. Yo, que sé que el más claro signo de madurez, el de ser un verdadero hombre, es una capacidad crítica seria y fundada, me siento demasiadas veces en un callejón sin salida sin ser capaz de pronunciarme a pesar de tener cada vez más elementos de juicio. Ya decía Montaigne “Saber mucho da ocasión de dudar más” y esta es una gran verdad, no porque yo sepa mucho, sino porque sé algo, sé que al final,  casi todo depende de un grupo de hombres honestos y decididos.

Sin embargo, sí hay algo que  he sacado en claro, y es que, ante las fuerzas que se ciernen de continuo sobre la vida del hombre que es el existir, “habitar en la brecha” que define Hannnah Arendt, la banalidad del mal, y por consiguiente su prevalencia, puede y debe ser entendida en relación con la pérdida de la capacidad para juzgar, que debemos defender nuestra dignidad y condición de ciudadano, porque según Savater está clara la diferencia con el súbdito: éste se pregunta qué le va a pasar mañana, aquél, qué va a hacer.

Una buena medicina para prevenir esos excesos cotidianos que sufrimos a diario, los de los integristas –y no me refiero solo a los que ponen bombas, también los hay que solo escriben en periódicos-, porque un integrista, como escribe Frossard, es aquel que hace la voluntad de Dios siempre, lo quiera Dios o no, o para entender que el verdadero  fracaso del hombre es su incapacidad para entender lo diferente que cuenta Kapucinski.

Cualquier camino es bueno para llegar a la lectura. El best seller, identificándolo con el libro malo, porque también hay libros comerciales que se venden a millones y son muy buenos, puede ser una opción, por qué no; no olvidemos el dicho de que  no hay libro tan malo que no tenga algo bueno. A mí me quedan lejos porque fui subiendo escalones y ya, en general, no me interesa nada que no esté bien escrito, porque además, al ser incapaz de leer deprisa, me hace seleccionar rigurosamente, conociendo de antemano  la condena que me aguarda: la de saber que hay cientos de libros, entre ellos clásicos que sé que me encantarían, que puede que incluso cambiaran mi forma de ser, a los que nunca podré llegar. Pero a lo que iba, la discusión sobre buen o mal gusto, me aburre. Ya me pasé demasiados años de mi vida discutiendo sobre qué era buena música, básicamente a lo que yo le daba el plácet. Hoy ya no entro el trapo. Todo va bien, por supuesto también la novela gráfica, que puede que a mí me llegue ya demasiado viejo, ya hombre de costumbres malamente arraigadas. Aun así, he leído unas cuantas;  por ejemplo “The Watchmen” o “Mouse” me gustaron mucho.

También llegué a libros por películas. Si no recuerdo mal, solo en tres ocasiones he leído un libro después de ver una película: “Soldados de Salamina” de Cercas, uno de mis autores españoles favoritos, “Las vírgenes suicidas” de Eugenides y Trainspotting de Irvine Welsh. Son esas grandes películas tras las que intuyes una obra aún mejor que en ningún caso decepcionaron. Tras salir del cine, no me quedó otra que  ir tras el  texto madre, después de sentir el puñetazo inicial de Trainspotting, o cómo articular un párrafo poderoso y contundente a través de una imagen, una música y un montaje brillantes. Para siempre unido a la carrera de un desmejorado y lúcido Ewan McGregor desgranando en su peculiar inglés de Escocia, mucho de lo sórdido que es vivir hoy, en poco más de un acelerado minuto:

“Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige una jodida gran televisión. Elige lavavajillas, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige buena salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos. Elige el bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver “teleconcursos” que embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo miserable siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida. ¿Por qué querría eso?”

Motivos para leer  más prosaicos, la lectura como un placer, que aunque alguno, escéptico, tuerza el gesto, puede hasta convertirse en adicción y por primera vez, y esperemos que por mucho tiempo, una adicción barata, porque siempre hay vías accesibles para hacerse con libros, como el motivo que hoy nos reúne o ediciones de bolsillo que te proporcionarán muchos buenos ratos a un precio de risa si colocas en la balanza tiempo y euros. Es imposible no entrar en una librería y no encontrar un libro barato que te aguarde, que seguro te gustará y te contará algo de lo que buscas. Aunque puede que seas de los que sientas  que no lo necesitas, que hoy escuchas toda la información que hace falta para vivir, pero acaso se te escape mucho de lo importante. María Zambrano decía aquello de que hay cosas que no pueden ser dichas pero sí escritas.

A la vista de mi experiencia, podría darte razones para leer algo más abstractas. Leer para encontrarte, para caminar con quien eres, para disponer de todos los elementos posibles a la hora de tomar esas decisiones que marcan una vida, para elegir conforme a tu naturaleza, esos  libros que alimentan o despiertan nuestra vocación y nos avisan de nuestro destino, que escribe Ortega. Sin embargo, no soy buen ejemplo. Será porque leo despacio, pero cuando fui consciente de cuál era mi razón de ser, puede que fuera demasiado tarde y me tocó empantanarme en una vida académica y profesional que literalmente me machacó, con materias, jornadas, relaciones y presiones que poco tenían que ver con mis dotes, sensibilidad o intereses. Porque la vida parece inofensiva hasta que duele y una buena forma de construir es desde nuestra percepción, desde nuestros sueños o corazonadas, muchas de ellas interiorizadas desde las páginas de nuestros libros, también páginas de nuestras vidas. Dice Ana María Matute que el mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida, porque acaba siendo verdad. Tal vez por eso, desde chaval, me gustó construir parte de mi realidad con trozos de irrealidad, los que me suministraban la música, los libros o las películas porque puede que haya algo de cierto en la sentencia de T.S. Elliot, la de que el hombre no puede soportar demasiada realidad o la de Manuel Rivas: “La mirada literaria sirve para ensanchar, en todas las dimensiones, el campo de lo real”, y es que, para algunos, la realidad a veces no sea suficiente, o simplemente, de alguna extraña forma, asfixie. 

Para salir a la superficie, para escapar o  encontrarse: el libro, el prodigio,  porque, según Borges, “De los instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; los demás son extensiones de su cuerpo. Solo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria”. 

Porque leer es, en cierta forma, por un tiempo descabalgar la realidad para volver a ella tras cerrar el libro. Como decía Cortázar: “De un buen libro se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación”

Antes decía que  en casa de mis padres no había libros. Hoy soy padre y  mi casa está repleta de ellos y Abril, mi hija, tendrá mucho donde escoger, pero soy realista y sé que la posibilidad de que sea uno de esos felices muertos en vida que señalaba al principio de la charla Quintero es muy real, porque reconozcámoslo, la de nuestros libros viene a ser una batalla condenada al fracaso si se ha de vencer a la distracción inmediata y accesible, la que no exige esfuerzo, la de las pantallas omnipresentes. Mas se trata de una de esas románticas guerras sobre las que tantas veces hemos leído en nuestras páginas preferidas y merece la pena la lucha, hasta para mí que reniego de las grandes causas e ideales que siempre decepcionan, porque, aunque la guerra está perdida, se han de ganar batallas y capturar prisioneros que acabarán combatiendo en nuestro exiguo bando, prietas las filas. Perseverar es el “Ábrete, Sésamo” de efecto retardado. Al final es una cuestión de ética la de respetar no solo nuestros principios, sino la de defender lo útil, y si se hace la siembra, las semillas, pocas o muchas, germinarán, bastando para mantener el fuego encendido. Porque hay que creer en la frase de Steinbeck cuando decía que nada que sea bueno de verdad se escapa o se pierde. Y es que como decía André Gidé, “Ante ciertos libros, uno se pregunta: “¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas, se encuentran”. Basta creer en lo increíble, en la magia de la frase de Cortázar: “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.

Insisto, hace un rato comentaba que  ya que Borges decía aquello de que el paraíso debía ser una especie de biblioteca, celebremos que inauguramos una biblioteca, que se abre otra pequeña puerta a lo inexplicable, e invitemos a todos a cruzar su umbral. 

El famoso poema de William Blake decía  “Si las puertas de la percepción se depurasen,
Todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito”. Leer es abrir esas puertas, buscar ese infinito que obsesionaba a Blake, una forma de perseguir la trascendencia, el misterio que a veces intuimos.

Tras todo este texto minado de citas, voy acabando con una casi última que solo puedo elegir hoy a la luz de todo lo vivido- leído, páginas y páginas que me han llevado a un lugar donde me siento cómodo, que sé que no es aún el final porque nunca se ha de llegar, pero que en cierta forma define lo que busco y parte de lo que encontré. Lo curioso es que  probablemente fue escrito por una persona que nunca había leído un libro, pero que sí sabía leer en todo lo que le rodeaba, entender la naturaleza y sus ritmos,  Seguro ambos caminos largos y tortuosos, el de los libros y el de la intemperie. La frase, sensor de casi plenitud, es la de un sabio pastor escrita en su bastón, recogida por Carlos Medina en su libro sobre el arte popular de los pastores salamantinos:

“Soy hombre honrado y feliz y tengo buen corazón, llevo vida descansada y me suelo entretener en decorar mi cayado”, emparentada con otra de Nikos Kazantzakis “Nada espero, nada temo, libre soy”, aunque este tiene su gracia, porque es el epitafio que eligió para su tumba.

Porque la felicidad que hoy nos venden como algo alcanzable a la vuelta de la esquina, prospero sector editorial, por otra parte, tal vez se alcanza de forma distinta a como nos cuentan. Tal y como contaba Kierkegaard, esa puerta de la felicidad se abre hacia adentro, que hay que retirarse un poco para abrirla, que si uno empuja, la cierra cada vez más, porque los remeros se acercan al barco remando de espaldas, no de frente. Y ahí están los libros, como unos benditos remos ardientes a los que aferrarse:
“Lo único que le pido a un libro es que me inspire energía y valor, que hay más vida de la que puedo abarcar, que me recuerde la urgencia de actuar” (De “Leolo” de Jean Claude Lozon)
“El hombre que lee debería estar intensamente vivo. El libro debería ser una bola de fuego en su mano” (Ezra Pound).

Ahora sí, ahora termino con algo más “elevado”, al menos académicamente, puede que con la antítesis de la frase de nuestro pastor, con las palabras de un tipo raro que le daba demasiadas vueltas a la vida y sus cosas: Pessoa, valiéndose de su heterónimo Ricardo Reis, y un par de versos finales capaces de provocar algo de vértigo:

"Aguardo, ecuánime, lo que no conozco,
mi futuro y el de todo.
En el fin todo será silencio, salvo
donde el mar bañe la nada".

Y en estas páginas, claro,  falta la referencia con mayúsculas, tan de disparatada actualidad, acorde con la “insania” del gran prohombre de nuestras letras. Y no me digan si después de todo lo que han escuchado, mucho no le ha parecido cosa de locos, mas se ha de ser comprensivo ya que los libros son el mejor motivo para perder la cabeza, perseguir sueños  y luchar contra los molinos de la realidad.

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