“LA MEMORIA DE LOS
VIVOS”
(Pregón de las Fiestas de verano del Puente y Huertas de las Artesa. 1 de agosto de 2014)
Buenas noches y
bienvenidos a todos. Antes que nada, agradecer la confianza que la Asociación
de vecinos del Puente y Huertas de la Artesa ha depositado en mí para llevar a
cabo este pregón.
Además de honrado, me siento especialmente privilegiado y
feliz de estar aquí porque a lo largo de mi vida, mis vínculos con el Barrio
del Puente han sido muchos y últimamente vienen siendo más.
Escribo mucho y un poco de todo, pero nunca he escrito un
Pregón de Fiestas. Busqué modelos, más que nada por manejar la estructura o
guión habitual, saber de qué se suele hablar en un pregón, porque, a pesar de vivir en tierra de
pregones, tampoco he asistido a muchos. Los resultados de mis pesquisas me
confirmaron, que a grandes rasgos, aun no teniendo claro el material o tono a
elegir, mi idea inicial sobre lo que quería contar, bien podría encajar. Al
final traté de guiarme por lo que
determina mi carácter, por mi natural forma, a veces un tanto complicada, de
expresar pensamientos o sentimientos.
Tal y
como pensaba, se tira del pasado y del recuerdo, y es algo con lo que jugaré,
con casi mis principios, con casi mi primera conciencia; más tarde decidí también
indagar en las vivencias de mis mayores y tratar de tejer ese hilo vital que
sujeta la vida de un barrio a través de las generaciones que se suceden.
Cuando hablamos de cultura, de primeras pensamos en la que se aloja en los libros o los museos, y es que ciertamente así
es, eso es cultura. Pero con frecuencia
tendemos a olvidar o subestimar la cultura que atesora un pueblo en sus formas
de vida más simples, las más básicas, las que se manifiestan en mucho de su
quehacer diario para subsistir y enfrentarse a la realidad. Esas actitudes son el vehículo de expresión de un espíritu,
el de la relación de un pueblo con la tierra que le ha tocado en suerte, la que
le hace comportarse y expresarse de una peculiar manera, la que determina muchos
de sus usos y costumbres, los que tienen vocación de permanencia, perpetuándose
a través del ejemplo, del habla, de la
tradición oral.
Mucho de ese patrimonio
se pierde a medida que transcurre el tiempo, pedazos de nosotros mismos que, no
valorándose como debiéramos, se nos van cayendo a lo largo de nuestro discurrir
vital, algo de nuestra propia identidad se queda en el camino con los recuerdos
que se pierden de los que van marchando para nunca volver; sin ser conscientes
de que conservar algo de sus luchas y quebrantos, de sus penas y celebraciones,
es conservar algo de ellos mismos, es una forma de permanecer.
Es algo que ahora os
cuento aprovechándome de vuestra atención, aquí subido, con la autoridad que da
una tribuna pública, como si para mí fuera evidente, pero lo cierto es que no
es tan simple. Requiere disciplina y continua capacidad de asombro olvidarme de
libros y asomarme a la vida a través de los ojos de otros o de los míos
propios, enfrentarme a nuestro pasado y actuar de escribano. Me hace arribar a
un mundo cuya traslación al papel requiere cuidado y responsabilidad, ya que
das fe de recuerdos que pueden ser comunes, pero que al mismo tiempo son
íntimos e irrepetibles, valiosos como solo puede ser lo único. Eres consciente
de ello porque al que revive su pasado se le ilumina la mirada, la mirada del
yo mismo tratando de encontrarse, tratando de encontrarle algo de sentido a la
vida.
Antes de hablar con los demás, me pregunté a
mí mismo y descubrí que casi mis primeras vivencias conscientes van unidas a
recuerdos del Puente, recuerdos de niño, que son los mejores, porque son diáfanos y limpios Y qué mejor
recuerdo para un niño que los de navidades o veranos, las vacaciones que me
traían a Ciudad Rodrigo y al Puente.
Mis padres, como tantos
otros lo han sido y seguirán siendo en estas tierras maltratadas por la peor
epidemia de todas, la del desempleo o la de la falta de libertad real para elegir el
rumbo de la propia vida, eran emigrantes
y vivíamos fuera, a casi una España
entera de distancia, en Valencia. Ellos
querían volver. Me costó años entender que prescindiéramos de mejores
oportunidades en otros mundos para volver aquí, a su patria, una tierra que yo
aún no consideraba mía. En “Martín H”, una película argentina de Adolfo
Aristarain, el personaje interpretado por Federico Luppi, cuenta que “la patria
es un verso” (una palabra que en Argentina se utiliza para llamar a lo falso, a
la mentira), que solo te puedes sentir parte de un barrio, no de un país
entero. Me costó entender qué es el desarraigo del que marcha de su tierra y
añora volver. Mis padres nacieron en Pastores y La Encina pero ellos se sienten
del Puente porque aquí crecieron, aquí se formaron, y aunque vivimos en otro
barrio de Ciudad Rodrigo, no les cabe sentirse de otro lugar. El puente sigue
siendo su casa. Es la infancia como patria que contaba Delibes.
Algunos de mis
recuerdos son los de las casas de mis abuelas. Los recuerdos más puros son los
un niño porque no interpreta, si le preguntas cómo fue algo, te lo describirá
tal cual, sin guardarse nada, sin camuflar intenciones. Yo le pregunto a aquel
Abel niño y me responde que recuerda el
filo de la helada, aliviado bajo el peso de demasiadas mantas en una cama de
tacto y olor muy diferente a las sábanas de mi madre, y que recuerda el olor a serrín, a cisco, a
mierda de gallina.
Un tierra que para mí
era extraña por el frío que reinaba en la calle y que se colaba en las
habitaciones, que enseñó a un niño que crecía a orillas del Mediterráneo, qué eran
los guantes, la bufanda o un brasero; un niño que repetía al dictado versos de
oraciones oscuras tras el confiado recitado de sus abuelas, un niño de ciudad que
aún tiembla ante la meditada y decidida excursión de madrugada
al cuarto de baño del patio ,
amedrentado a su pesar, por la amenazante y fría oscuridad donde sabía,
yacían un fantástico mundo de perros y gatos, o un pequeño cuarto de puerta
azul tras el que se ocultaba un repleto
gallinero.
Y horas más tarde, el
despertar de película con el canto de un loco gallo mañanero, algún tiempo
antes de que entrara en la habitación mi madre o mi abuela, y para empezar el
día, los mejores desayunos de mi vida con mi abuelo o mi tío, yo ya impaciente y
subyugado por el tentador aroma a tocino y chorizo frito; bocadillos que devoraba
justo antes de reconocer los cincuenta
metros de recta que iban desde la casa de mi abuela hasta un montón de arena
donde frenaba, ya que aún no sabía trazar una curva; se trataban de mis
primeras pedaladas en bicicleta sobre una flamante BH que me habían regalado
por la Comunión. Hoy sigo pedaleando sobre una bici mucho más bonita, ligera y
cara, pero ningún espectacular descenso de puertos en los Pirineos puede igualarse a la exultante alegría del niño que mantiene el
equilibrio sin ayuda, que por primera vez se siente independiente.
Y los galgos del Viti, a los que no queda otra
que perder el miedo, o al menos actuar como si no lo tuvieras. Atesoro una
clave íntima y secreta al cruzarme con tantos perros que pasean por el puente:
una palabra mágica que dicha muy alto: ¡CHUCHO!, ejerce de escudo invisible, ya que alguien me
ha dicho que si la utilizas, el perro no te hará nada. Hasta que llega un día en
que me ofrecen la correa de un galgo gigante y me dicen que salga a pasearlo. Y
ahí voy yo, serio, camino del río, sintiéndome algo impostor, cuando de pronto,
el perro que seguro ha visto algo, tira
y tira de mí. No consigo sujetarlo y miro alarmado alrededor porque no sé muy
bien qué hacer. Al fin y al cabo soy un niño de una ciudad junto al mar con petardos en los bolsillos, y aquí,
en un pueblo del oeste de Salamanca, nadie tiene petardos, con lo que siempre me
siento algo fuera de lugar. Más tarde sabré que todos los niños a menudo se
sienten fuera de lugar. Un niño descubriendo otro mundo, otra vida que aún no
juzga si es mejor o peor, que aún no sabe que pronto le tocará comparar, hacer balance, elegir.
Todo eso viene después, cuando dejas de
ser niño. Por ahora me asomo a la vida, que se va convirtiendo en algo
diferente, que se va convirtiendo en “yo”.
Aparte de mis
recuerdos, también le pregunto a mis mayores y los suyos me llevan más allá de
los míos, unos años atrás, justo a mi principio, justo a las frases del
nervioso cortejo de una pareja que son mi padre y mi madre en un baile de las
Fiestas del Puente que se celebró justo aquí, en el Toral, que años después
determinaría mi existir y más de cuarenta años más tarde, por ende, que hoy esté aquí pronunciando el
pregón de las fiestas de verano del Puente.
Porque pensar la vida y
el tiempo como concatenación de hechos que nos conducen exactamente hasta aquí y ahora, descoloca hasta hacerme sentir casi como el Marty McFly de “Regreso al
Futuro”, cuando tras viajar al pasado, trata de conseguir que sus padres se
besen en el baile de fin de curso para que años después él pueda nacer. Si en
esta misma plaza, mi padre no se hubiera fijado en mi madre o ella no hubiera
aceptado seguir con la absurda función cuyo atolondrado papel todos hemos
representado en alguna ocasión, o durante los años venideros, algo hubiera
encajado mínimamente de distinta forma, yo no existiría.
Sin embargo, es así y
fue así, pero perfectamente todo podría haberse desarrollado de otro modo. Por
eso, a cuenta de escribir estas líneas, veo mis raíces más profundas y hundidas
no en esta ciudad ni en este barrio, sino en esta misma plaza. Y es que a veces
pensar la vida y el tiempo puede provocar algo de vértigo.
Si le pregunto a mis
padres o a la generación de los padres de mis padres, me van a llevar justo
algo más allá de los principios de los que contaba, a un Puente de faz cambiada
por espacios abiertos, por eras como campo de futbol en lugar de pistas de
baloncesto hormigonadas, por un colegio justo aquí también, en el Toral, por rondas
de vinos de fin de semana en bares atestados por las gentes de la ciudad.
Pero cuando hablas con
ellos, con los mayores, algo hay en lo que coinciden, que se desprende de cada
relato y anécdota: la calle. La calle como lugar público apropiado por los vecinos
donde todos comparten, donde se crea comunidad, donde no existe la opción de
vivir aparte. Coser, bordar o la tarea que se tercie según la estación, son
excusas para charlar, para tramar las redes de aquellas infinitas
conversaciones cuyos rescoldos me llegaron a través de mis abuelas de negro,
siempre sobre gente que nunca conocía, que estaba emparentada con alguien que
siempre tenía un apodo y a la que una seña de identidad, suceso o episodio, habría
de hacer perfectamente reconocible a todos.
De otros tiempos te
llega el lado malo, que habría de ser casi todo, escenas del sucio regato repleto
de heces, de olor necesariamente pestífero, de cubos con aguas de fregar
arrojándose a la vía, de nubes de moscas en verano, de calles sin
alcantarillado, de frías casas sin calefacción y habitaciones atestadas de
niños, de ampollas en las manos recogiendo garbanzos y algarrobas en Conejera,
de religión mal entendida y negras sotanas con demasiado poder, de falta de libertad.
El río es el mismo,
permanece, sigue siendo el eterno indomable al que se teme, al que hoy, en 2014
cuando nos prometieron que sería manso por siempre jamás, aún se le antoja
darnos algún susto como el de esta primavera por la mala cabeza de alguno. Mis
historias del río son muy distintas a las de mis mayores, las más de las veces
de baños y risas o de pesca con amigos o mi tío Manel. También se escuchan
risas de otros tiempos junto al río, pero junto a la evasión y diversión,
convive la despiadada obligación. Y es
que el río es mucho más y mucho peor: lunes por la mañana, día de colada, donde
se coloca la banca para guardar sitio en el lavadero, sea invierno o verano, en
un complicado ritual que me tuvieron que explicar varias veces para llegar a la
conclusión de que después del lavado inicial, dejar que la ropa se soleara
sobre el suelo y regara, probablemente viniera a quedar más sucia que al
principio, sin contar con que no pasaran por allí las cabras o marranos para obligar
a iniciar todo el proceso de nuevo. O el
lavado de tripas entre nieblas de invierno en el acontecimiento doméstico que
siempre fue la matanza, fuente de precaria abundancia. Parece fácil imaginar
aquellas mañanas de heladas castellanas de antaño, rompiendo la capa de hielo
del río para lavar, aguantar el dolor, y hasta yo, acostumbrado a soportar penalidades por gusto
en la montaña, no puedo llegar a asumir la terrible rutina de dolores y
sabañones aliviados con algún cubo de agua caliente que se acercaba a primera
hora, y que por poco rato habría de cumplir su función, o con el dulce engaño
de la mezcla de vino, naranja y azúcar.
Tras el escenario de
esta dura existencia, una justa reivindicación: la de la mujer. Adivino tras
todo ese mundo de familias viviendo en el filo, a la madre o la hija como
piedra angular, como clave de bóveda sobre
la que se asientan esas estancias y calles repletas de niños, tirando de dónde
no había para sacar adelante la vida y ahora soy capaz de encajar lo que no me cuentan:
todas aquellas historias de mis abuelas sobre largos viajes en burro a
Extramadura para amasar cuatro perras, historias de niñas aupadas en tajuelas
para fregar en casas de ” gente bien”, o hasta asombrosas radiografías de
huesos deformados y vértebras trituradas por el sobresfuerzo que exigían
descomunales pesos sobre las cabeza de esas recias mujeres.
Un dato curioso, algo
anecdótico, pero que en su aparente insignificancia, puede ocultar su
relevancia, que a mí me parece explica
mucho de aquellos tiempos. Cuando le pregunto a los mayores qué recuerdan de la
Navidad, nadie apenas recuerda nada,
salvo que apenas se celebraba. Chan, ante mi insistencia, terminó por reconocer
que una vez le regalaron una naranja por Reyes. Da que pensar ¿verdad?
Hay algo extraño: tanta
penuria y miseria que cuentan y lo hacen sonriendo, con la mirada iluminada, el
gesto animado. Podrías pensar que esa sonrisa viene del que ha dejado lo malo
atrás y ha sobrevivido. Sin embargo, no es esa la razón. Tras cada palabra hay
pasión y se vislumbra algo de una sincera añoranza difícil de explicar. Me
decido a preguntarles sobre lo que a primera vista parecería absurdo y hay
varias respuestas meditadas, serenas, entre tristes y portadoras de la
aceptación que conlleva lo inevitable. Coinciden en el diagnóstico: “Entonces
nadie teníamos nada y no había envidias” o un lacónico: “Había menos maldad”.
A pesar de nuestras crisis y crecientes
problemas, ni por asomo nos acercamos a aquella vida, y el bendito progreso sigue
estando ahí, apretando pero manteniendo. Pero aquellas respuestas me hacen preguntarme si no perdimos algo por el camino, algo que nos
hace verdaderamente humanos, si no seguimos perdiendo un poco de inocencia cada
día. Conviene recordar para detenernos a reflexionar sobre ello.
Puede que haya algo en
común entre el niño y el que no tiene nada. Puede que cuando somos niños o
pobres, pensemos que cada día algo puede
estar a punto de suceder y que seguro será bueno, que a pesar de todo, cada día
merece celebrar. Cuando comenzamos a guardar y atesorar algo, cuando comenzamos
a ser alguien a los ojos de los demás, tenemos
la misma sensación, la de que cada día puede suceder algo, pero muda la
naturaleza del sentimiento, comenzamos a temer, a creer que pueda ocurrir algo
malo que nos prive de lo que aferramos; surge la preocupación por que alguien
nos arrebate lo nuestro.
Este año se cumplen
ochocientos años de la visita de un hombre extraordinario a nuestra ciudad, San
Francisco de Asís. La excéntrica tropa franciscana inicial, adoradores de la
pobreza extrema, creían que si poseían bienes le serían indispensables armas y leyes
para defenderlos o el mismo San Francisco clamaba con una impactante divisa
personal: “Bienaventurado el que nada espera porque de todo gozará”. No todos
pueden ser tan locos o radicales, no se trata de renunciar, pero las vivencias
de nuestros mayores, nos pueden enseñar a valorar en su justa medida todo lo
que nos rodea, tanto lo material como sobre todo lo inmaterial, lo que no cabe
tener.
Vuelvo a mis recuerdos
y rememoro las mañanas en que subía a la
ciudad, al otro Ciudad Rodrigo, el que
habita algo encogido tras sus murallas. Vivir extramuros y sobre todo vivir al
borde del río, es vivir diferente. Sé que es Ciudad Rodrigo, pero lo mismo que
cuando era niño y subíamos a la ciudad, me parecía ir al fin del mundo, hoy que
siento Ciudad Rodrigo tan mío, lo veo como algo ajeno al Puente, que se
extiende río abajo con el orgullo del arrabal, con aquellos tenderos de ropa
que en tiempos poblaban el Puente, por pobre y digna bandera, la bandera de un
pueblo, más que la de una ciudad.
Aún hoy conservo la
sensación de que paseo por un sitio distinto, con una personalidad propia e
innegable, en cierta forma más rural, y aunque cuando hoy me siento en un banco
del paseo del regato, y no veo lo mismo que cuando era niño, cuando no había
banco ni paseo, y podía pasarme horas
golpeando cardos con un palo, sigo conservando la sensación de que viajo a otro
lugar. Sigue pasando algún perro al que ya no tengo miedo, como en un pueblo de
puertas abiertas, de gente en las calles, hoy que tendemos a encerrarnos en
nosotros mismos, en nuestros pisos estancos con nuestros problemas.
Algo de esa vida de
pueblo que hoy también se reivindica, el sentimiento de comunidad que quizá se
eche de menos en otras zonas, aquí sucede a diario, con sus peculiares rasgos, y
es algo que no debería perderse.
Pero la vida y el camino siguen estando ahí, no se han
esfumado, y en nuestra mano está no perder mucho de lo bueno de aquellos
tiempos. Basta decidirse e ir a por ello, tirar de las enseñanzas de nuestros
mayores, de sus penas y sentires, de sus sueños y vivencias.
Y una forma de respeto
es recuperar esa calle, abrir las puertas, volver a ese trabajo en común que
asociaciones como la del Puente y las Huertas de la Artesa, plena de ganas de
hacer cosas, de acometer proyectos, que
pueden ir desde doblar el lomo limpiando
el cauce del río, a no solo plantear ante nuestros políticos iniciativas para
mejorar las condiciones de la vida de los vecinos, sino a ponerlas directamente
en práctica, como el audaz puente sobre el río, que termine como termine su
lucha con los molinos de la implacable burocracia sin rostro, permanecerá en la
memoria como otra bella historia
quijotesca, digna del reconocimiento que merece el esfuerzo en común, un
recuerdo que contar, puede que dentro de treinta años por otro pregonero en
otro pregón.
Otra de esas actividades
es la organización de estas fiestas como motivo de reunión, de regocijo, de
celebración de que estemos juntos; fiestas que a mí me toca inaugurar. Decía al
principio que me encontraba muy contento de que se me hubiera confiado esta
tarea, pero hay dos mujeres que hoy ya no están aquí, que marcharon el pasado
año, y que hubieran sido más felices
aún, orgullosas de ver a su nieto aquí subido. No
quiero que sea una referencia triste sino alegre. Lo mismo que las ideas para
escribir se encuentran a diario a
nuestro alrededor y solo basta mirar de la forma adecuada para dar con ellas, a
veces también puedes dar con notas o mensajes que mismamente parece haber
colocado la providencia. Cicerón es un fascinante autor romano del siglo I A.C.
y ayer, casualmente, di con una cita que
me pareció especialmente adecuada para lo que yo he querido contar y con lo que
quería cerrar mi intervención. “La vida de los muertos está en la memoria de
los vivos”. La vida es distinta pero sigue siendo la misma, la de mis abuelas,
la de mis padres, la mía, la de Abril, mi hija de cuatro meses. Una forma de
conservarla es no olvidarlo, es seguir teniendo presente a todos los que nos precedieron, como a mis
abuelas, volviendo a relatar sus recuerdos, que también son nuestros recuerdos,
algo de lo que yo he intentado hoy aquí.
COMIENCEN LAS FIESTAS PUES, créense nuevos recuerdos
partiendo de nuestras alegrías de verano y brindemos por el futuro sin nunca
olvidar nuestro pasado.
Muchas gracias.
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