Tiempos oscuros, extraños, tiempos tristes cuyo
verdadero alcance y efecto solo calibraremos a la luz de la única vara de medir
fiable: la perspectiva que le da el futuro al pasado.
La cólera golpea previsible en los más débiles,
en tantos de nuestros mayores que se nos marchan de forma abrupta y prematura.
Y ni siquiera se nos encarna el dolor en un gesto sino en la ausencia de gesto,
un adiós suspendido en el aire, un traidor último recuerdo, un repentino
desvanecerse cuando volvía a salir el sol y ellos ya no estaban aquí.
En nuestra memoria un mundo que se marcha,
enseñanzas de verdadera sabiduría, la que procede de la experiencia, la que
atesoraron entre manos encallecidas cuando cruzaban la frontera de un país a
otro, de una España a otra España, discurriendo ese camino tan transitado
durante los años sesenta, el de desheredados a agradecidas clases medias.
Sin embargo desde críos les hemos oído contar a
nuestros padres y abuelos que en este mundo que construíamos había algo de
mentira y teatro, advertirnos que la vida no era esto, que la vida era
otra cosa.
Porque a ellos le llegó la madurez en la
infancia, también despojados de dos de las notas inherentes a la juventud, la
de la invulnerabilidad y la inmortalidad. Prematuramente viejos supieron que
vivir era algo muy serio y que un giro del destino les podía hacer volver al
temor de no tener con qué afrontar cada día siguiente.
Nosotros escuchábamos distraídos hasta que nos
llegó el despertar y tocó darles la razón cuando ya no escuchaban, que
todo lo que nos sobraba, que todos nuestros desvelos por tanto que no
importaba, resultaba ridículamente fútil y fuera de lugar.
Ellos nos dieron forma con sus manos y nos
hicieron diferentes a ellos, hicieron lo posible para que no siguiéramos su
camino. Su mayor alegría fue vernos fabricados de otra materia, no parecer sus
hijos, su mayor regalo. La mayor prueba de su éxito fue que sus hijos no
soportaran privaciones, que estudiaran, cuando tener estudios parecía un salvoconducto
a la esperanza y la seguridad. Se afanaban en crear una brecha que de alguna
manera, separándonos de ellos, nos uniera cuando al final advirtiéramos sus
razones y entendiéramos su ejemplo, el de la voluntad y el sacrificio, de los
que hoy anda tan huérfana nuestra sociedad.
Mas en el fondo ellos siempre anduvieron algo
descolocados, e incluso desde estancias de residencias de ancianos, algunos
regresaban a su mundo primigenio y real. Y es que tal vez al que camina por
días donde no existe la certeza de cómo sacar adelante el día siguiente de los
tuyos, no le abandona la desconfianza durante la fiesta, frente a la abundancia
y el derroche de lo necesario, frente al desvelo por lo innecesario.
Nos dieron la oportunidad que ellos no
tuvieron, la de ser lo que queríamos o podíamos ser, y solo se lo agradecimos
mucho más tarde de llegar a ser nosotros mismos.
Hoy hay que darles la razón, la vida era esto,
la fragilidad del existir, la vida es un no saber, la vida es agarrarse
sabiendo que puede no bastar.
Solo nos queda el rebelarse, la furia de Dylan Thomas, el
enfurecerse contra la muerte de la luz.
Y la espera, la espera para un adiós postergado
que aun siendo solemne, pleno de contenido y sentido, hoy carece de forma.
Morir, qué será el morir, la eterna pregunta
del ser humano, morir fue, pero no debió ser así, en el fondo lo sabíais pero
nunca lo merecisteis.
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