ES CIUDAD RODRIGO una ciudad en la frontera, una
frontera que no es montaña ni río que señale: “aquí”, “hoy”, “existo”. Una
frontera que es una raya inventada que
bien podría estar cien kilómetros más allá o acá, un frontera que bien podría no
ser, una raya de la que bien pudiera no haberse tenido noticia.
Nació ciudad frente a otra línea distinta, ciudad
leonesa fundada cuando la frontera era el sur, cuando el sur era el oeste; el
oeste como la llama de una nueva vida, al borde de una nueva era, cuando
repoblar era partir vidas y abrir otras en canal, cientos de años antes de que,
para el arrojado soñador, el oeste mudase en los misterios de la Mar Océana.
Una ciudad en
la frontera de ya casi mil años, con más guerras y sitios de los que podemos
relatar. Una ciudad en la frontera ha de lucir murallas, ha de, temiendo, amenazar. Una
ciudad en la frontera es una ciudad
siempre en peligro, siempre presta a la lucha que peleando, aprende a pelear. Una
ciudad en la frontera ha de saberse siempre a punto de caer, de perecer, de
desaparecer aniquilada y sin embargo, sentirse poderosa y capaz.
También una vida, cualquier vida, es una ciudad en la
frontera. Solo la vida en la frontera es vida. Solo cabe vivir si se lucha, si se defiende el existir, si
venciendo, se sabe de lo fútil de lo conseguido, que nunca termina el camino, que
ese es el cotidiano precio por cada nuevo amanecer.
Lo mismo que toda una cantera de piedra con forma de
palacios podría perderse un metro o un siglo más adelante, todo tu mundo podría
derrumbarse en la siguiente esquina de la vida y acaso entonces, bien poco
importaría si tú o nosotros estamos aquí.
Aquel extraño hombre de Asís que pasó por aquí, nos
enseñó más con ejemplo que con palabras, que tener no es más que perderse, que
tener requiere defender lo que carece de valor, que ser nunca es tener, que para
ser nos bastan las raíces. Ciudad Rodrigo podría ser destruida en tres días y
aun así, no desparecer. Seguiría siendo una actitud, un estado, seguiría siendo
yo.
Yo, que por principios reniego de banderas, que por
formación, soy enemigo de cualquier nacionalismo, que desconfío escéptico de la
Historia, más si es nuestra, porque dócil, siempre será más Historia de lo que debe,
que reniego de doctrinas que solo sirven para arrebatar partes de mí, que
levantan paredes con mis verdaderos hermanos, tantos lejanos, reconozco mi
patria.
Una patria que viene a ser un barrio,
poco más de lo que abarca una mirada sobre una tierra a la que siento mía
cuando noto, terco y absurdo, el familiar tirón del hilo emocional, bien
profundo, partiendo de raíces cada vez más hondas.
Tantos años de andares agradecidos entre sus muros,
tantas vivencias meditadas o sin sentido que, a golpes, me fueron forjando a la
sombra de una río preñado de vida, siempre el mismo, siempre distinto;
valiéndome de sus aguas como espejo en el que anotar mis cambios y sobre todo mis ganas de cambio. tantas veces infructuosas y frustrantes; donde se fue amalgamando
lento la mezcla de todo lo que soy, de todo lo que aprendí: todo aquello que me
mal enseñaron como grande y también lo
más importante, lo pequeño. El Águeda, mi hermano, sigue su curso; yo el mío,
caballos a galope en una carrera donde no cabe detenerse, ya que parar es morir.
Es mi pueblo, es mi identidad naciendo de las entrañas
de una despiadada meseta castellana a la que mi destino se halla unido, a una tierra reino del hielo y el sol, atrapado sin remedio por unos sillares y un horizonte cuyas francas líneas me enseñaron
a aguantar. En una ciudad repleta de ellos, mi escudo de armas no tiene ni leones,
ni águilas, ni flores de lis. En mi escudo se encuentran esculpidos los dos
verbos que me descubrió mi ciudad: aprender, soportar. Y aunque Ciudad Rodrigo
cayera fulminado tras el Apocalipsis, puede que quedara mi trinchera o algo de
mí enredado en un puñado de polvo, porque yo soy una piedra más, porque esta sí
es mi tierra, porque yo también SOY CIUDAD RODRIGO.
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