El jueves y viernes de la pasada semana se celebraron sendos
conciertos en el Café D´Morán, uno de blues a cargo de la banda de Edu Manazas con
Marcos Coll y la final del Combate de Cantautores que se ha venido
desarrollando durante las últimas semanas. A priori, a la vuelta de los festejos de fin de año, puede que no
sean noches muy propicias para el éxito de la propuesta, pero estoy seguro de
que el público, en mayor o menor medida, responderá. Y es que algo ha cambiado últimamente
en Ciudad Rodrigo. Valiéndome como excusa de estos conciertos, unas palabras
para reflexionar sobre la música y para
agradecer la revitalización de la oferta cultural en mi ciudad, personificando
en la gente de Farinato Sound y en Juan de D´Morán, aunque seguro detrás, hay
muchos más.
La música como elemento aglutinador alrededor del que gira
un grupo heterogéneo de personas, toda una escena que poco a poco se ha ido construyendo
en la ciudad y en cuyo asentamiento se sigue trabajando con lo más importante en
cualquier viaje: pasión. Al modo usual
de cualquier escena cultural, desde la
más doméstica y diminuta, hasta las más
renombrada, el fenómeno se
retroalimenta a sí mismo –es fácil apreciarlo en el mundo del teatro en Ciudad
Rodrigo-, generando nuevos adeptos, interesados
o simples curiosos que asomándose un mundo nuevo, son la savia nueva, contribuyen a que sea más
fuerte, a que se puedan plantear iniciativas que por esencia, nacieron o han de
nacer débiles y necesitadas de cuidado,
pero muchas de las cuales, arraigaron o arraigarán.
Algo sí puede que haya cambiado en los últimos tiempos y no
me refiero a que una iniciativa tenga más o menos éxito desde el punto de vista de la rentabilidad;
hablo sobre algo más valioso, sobre la percepción que se pueda tener de la
música popular, sea pop o rock -valiéndome de dos contenedores que pueden albergar vehículos
de expresión muy distintos que en sentido estricto no permitirían ser abarcados
por esas etiquetas, pero que para entendernos, nos sirve-. Y para hablar de
ello, he de escribir sobre mi relación con este arte.
Los que me conocen saben de mi pasión por la música. Para mí
es mucho más que una simple afición. Lo reconozco, tengo la cabeza atestada de
datos inútiles. Lamento profundamente no haber aprendido a tocar un instrumento
para entender mejor las razones del encantamiento y aunque bien sé que aún
estaría a tiempo –más con la posibilidad que te ofrece ahora Farinato Sound-, peleo en demasiados frentes, mi tiempo es mi
mercancía más valiosa, mi día se ajusta al minuto para llegar a todo lo que
quiero y no hay posibilidad de ampliar a nuevos horizontes.
Llegué a la música de verdad a los catorce años a través de
una cinta de Springsteen que casi abrasé
en el reproductor de casetes de mis padres, y que me hizo renegar de todo lo
que, desorientado, escuchaba hasta entonces. Aquellas canciones me enseñaron
que la música es un cauce idóneo para contar todo lo que rodea al ser humano
utilizando además una forma, unos sonidos, que me volvían literalmente loco, como solo puede hacerlo un adolescente.
A medida que creces, percibes la consideración que en el
mundo se tiene de la música popular como
arte menor, observas esa distinción entre Alta Cultura y cultura con minúsculas,
poco más que un sucedáneo con ínfulas. Sí, ahora la sociedad biempensante
otorgó carta de naturaleza a autores
como Leonard Cohen , Bob Dylan o Van Morrison pero ellos, en sus comienzos, también fueron proscritos, no más que una panda de incómodos vagabundos arrastraos. El hecho mismo de acoger sus
propuestas como válidas no puede resultar más que una especie de condecoración
algo ridícula, ya que desde el primer día, desde el primer verso, merecieron ser
valorados por lo que ofrecían, no más que en su justa medida.
Me coloco en el
extremo opuesto, en el de un disco, en principio, sin valor literario alguno, el debut de los
Sex Pistols. Ese disco representa mejor que cualquier tratado económico o
político los efectos de la crisis de los setenta en Europa. Es un grito de rabia,
un puñetazo de una generación desnortada y perdida. Es un producto cultural de
primer orden porque ante todo, es real. Lo mismo que un disco de los cincuenta
de Elvis refleja el hastío vital de los acomodados chavales nacidos en los
estertores de Segunda Guerra Mundial o la canción protesta del Greenwich
Village a principios de los sesenta, la lucha política que se libra en el seno
de la fracturada sociedad norteamericana, o un disco de Jefferson Airplane, las ansias de una nueva forma de entender la
vida o el sencillo blues encarna el imperecedero milagro de arrastrar el común
lamento del corazón del hombre a través de un siglo entero. Todo son trozos de realidad.
Por eso desprecio la mayor parte de la música que se escucha
en las radios comerciales, la que vertebra las listas de éxitos, que para mí carece
de valor alguno. Es música prefabricada por principio, con la intervención de
una corte de asesores de imagen, productores, técnicos, compositores; un mero producto industrial a plasmar en los
balances económicos de las empresas. Al
otro lado se encuentra la pequeña música de los chavales que han desfilado por
el Combate de Cantautores. Independientemente de que comulgue con su propuesta
estético-musical, sé que estoy en presencia de gente honesta, valiente; músicos que puede que alberguen la pequeña esperanza de algún día
dedicarse profesionalmente a la música pero a los que en el fondo les importa
una higa que jamás lo logren, ya que igualmente seguirán tocando y compartiendo,
porque para ellos es un privilegio poder expresarse con su guitarra. Y eso, para
mí, merece respeto.
Lo que me parece divertido es que mucha gente que desprecia
el rock and roll como género menor, manejan cuatro claves interiorizadas desde
niño –algo que en cierta forma se pretende implantar con la cultura que defiende
esta España algo rancia-, la de valorar la Cultura con mayúsculas, la que
merece estar en un museo, la más muerta que viva. Como yo disfruto igualmente de ésta a manos
llenas y con fruición, como domino y disfruto de su lenguaje, me siento legitimado para censurar cierta
actitud impostada, porque para mí no hay
dos mundos, porque el verdadero sabio siempre se siente pequeño.
Sé que es duro luchar contra los estereotipos y prejuicios
de una vieja ciudad castellana, pero lo mismo que hoy veo aceptar con naturalidad arriesgadas
propuestas escénicas en la Feria de Teatro,
se puede conseguir que se acepte el pop, el blues, el rock en sus
infinitas variantes, como una propuesta cultural más, valiosa en sí misma.
Estos procesos se desarrollan lentamente, horadando la roca gota a gota, y así
es como creo que se lo debe tomar Juan con la programación de sus conciertos o el colectivo Farinato Sound al decidir el
calendario de sus actividades, ahora que además cuentan con un local para que cualquier
persona interesada puede ir a ensayar o aprender y donde se tiene el propósito
de organizar actividades más allá de las propiamente relacionadas con la
música, lo que da idea de sus ambiciones. Ahí están sus frutos, lo que han ido
consiguiendo poco a poco, el único criterio válido para juzgarlos.
No podemos olvidar que al final se pretende ofrecer algo más
en Ciudad Rodrigo, contar con nuevas posibilidades de ocio o enriquecimiento. En el trasfondo de todo el circo de la música,
solo hay una fotografía: la de un chaval encerrado en su habitación escribiendo
un verso o ensayando un acorde para
intentar poner en pie el pequeño milagro que es una canción. Eso requiere
esfuerzo, trabajo, determinación, ponerse en marcha y esos son valores que te
servirán en la vida. Un verso o una
canción son manifestaciones, rasgos que
nos distinguen como humanos.
Sé que tal y como
está montado el tinglado, hoy en día la sociedad solo aprecia de verdad al que
consigue el éxito, pero no estaría mal que se comenzase a valorar, se
felicitase al que se esfuerza, independiente de sus resultados. Lo mismo que mí me
gusta el deporte o escribir, y sé que nunca seré Kilian Jornet ni que todos las
líneas de mi vida valdrán lo que un párrafo de Philip Roth, nunca renunciaré a ello y aunque a menudo me
cuesta ponerme a ello, lo hago porque disfruto, porque me sienta bien. Es una afición, no le pido más. En la actividad está la recompensa. Imagino lo mismo le ocurrirá a todos los
que tocan y doy fe que le sucede a los que disfrutamos de la música. El éxito profesional es cuestión accidental.
Hoy que la juventud es objeto de absurda crítica por lo indiscriminado de su ejercicio , también
deberíamos fijarnos en todo lo bueno que hay en ella, en todo lo que nos pueden
ofrecer. Para mí aquel disco, “Born in
the USA”, fue una de las puertas de entrada a mucho de lo que me define, al mundo
de la cultura que viene a ser lo mío, con lo que más gozo, que me condujo a Nick
Cave o Lou Reed pero también a Terrence Malick a Calvino. Hoy seguro se
utilizan otras canciones como puntos de partida para llegar a muchos de los
puertos a que yo arribé. El arte si está vivo no es más que abrir puertas, hacer
y responder preguntas.
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