domingo, 16 de marzo de 2014

De las butacas con nombre del "juven"

  

Vivimos al borde. Al borde de un nuevo mundo construido sobre los cimientos que hoy sigue excavando la crisis, sobre el que se elevará un escenario que vendrá a ser un campo minado sin paso seguro, un mundo en el que la precariedad y la amenaza latente para la seguridad de nuestras existencias serán ley. Pero no se trata solo de la situación económica; de largo viene algo más, un proceso de cambio en el que se diseñan nuevas formas de sentir, de buscar, de escapar, de entender.  Un nuevo entramado vital que más que dedicarse a construir, se empeña en demoler, cuya seña de identidad es el desmantelamiento de mucho de lo bueno que dejamos atrás, sin ofrecer nada valioso a cambio. Un mundo menos profundo, que siendo más veloz, nunca puede llegar más lejos.

Me siento afortunado de ser testigo del cambio, de asistir a la metamorfosis, ya que me ha ayudado a conocerme y saber qué soy. Y cuanto más repaso lo que dejamos atrás, más atesoro los restos, más  valoro el ayer, menos entiendo el hoy. A punto de asistir al nacimiento de mi hija, un día le hablaré de un mundo donde existían periódicos serios e independientes,  donde un disco o un libro podía ser el objeto más codiciado, de un valor oculto, nunca desmesurado, donde ir al cine era atravesar una puerta encantada.


Sí hay algo que nunca puede cambiar, que siempre acompañará al hombre: sus historias. Tenemos que escuchar historias, relatarlas,  garabatearlas, encuadernarlas, pintarlas en la pared de una húmeda roca o colocarles recargados marcos, gritarlas a los cuatro vientos o mascullarlas borrachos apoyados en la barra de un bar. Porque esas historias, valiéndose de la red de seguridad de personajes que no son nosotros, hablan de nosotros, cuentan de nuestros sueños y miedos,   nos emocionan, entretienen o enfrentan con fantasmas para, en ocasiones, ser capaz para iluminar partes íntimas que desconocíamos.

Y hoy escribiré de una peculiar forma de contar historias, de una forma de contar con  sombras recortadas contra un pequeño chorro de luz que las agiganta hasta ocupar una enorme pared blanca, una pared frente a la que me siento desde que era un chaval en una sala llena de butacas que conozco bien, en la que sé moverme a oscuras y en la que a menudo elijo el mismo asiento para, una vez más, presenciar el milagro.  Es el cine de mi ciudad, de Ciudad Rodrigo, bautizado con un nombre de otros tiempos: “Juventud”, el “Juven” para los mirobrigenses, el templo del que extraje varias piezas con las que estoy construido.

Para relatar algo de un cine que iluminó con su primera imagen uno de aquellos grises días de 1947, me he de dejar guiar por Rober, el dueño de las llaves de la habitación mágica desde 1981, el hombre que con poco más que apretar un botón, da inicio a un par de horas que llenarán nuestro mundo de falsas verdades.

Hoy se utilizan señales de antenas o se cargan discos duros sin gracia alguna, pero antaño el tesoro se escondía en latas con películas de 35 milímetros que tenían que llegar, entrar por la puerta, subir las escaleras hasta la sala de proyección, colocarse y girar. Y a veces esa lata tardaba tanto en llegar… Un niño no sabe esperar, el tiempo se le estira y transcurre viscoso cuando debería cruzar de puntillas. Tal vez por eso, recuerdo eternidades hasta ver “E.T.” y “Superman” en el Cine Madrid.  Era otra forma de ver cine, no se juzgaba, se sentía. Esa inocencia, ese único criterio válido se pierde cuando creces y te dispones serio a  analizar sesudo. Entonces una peli era buena o mala. Y a mí se me viene a la cabeza el descanso en  las escaleras del Cine Madrid de un niño loco por volver a entrar en la sala y ver el final de “Ben –Hur”.  Más tarde recuerdo golpeos similares, ya de adolescente, con “Indiana Jones” o “Regreso al futuro”. Con los años,  todo se vuelve más racional y se convierte en una tarea intelectual que muchas veces proscribe nuestra parte más inocente y pura.





Con la llegada de los Multicines se pasó de las cien a las cuatrocientas copias de los grandes estrenos en España. Hoy, más en el futuro próximo, basta pagar para que una señal esté disponible de inmediato. Hoy el cine, como casi todo, está al alcance, lo tenemos cuando queremos. Nadie debe esperar. Me pregunto si es bueno disponer al instante de  lo que deseamos, si  ello no pervierte nuestra escala de valores, si paradójicamente, todo no deriva en insatisfacción continua por cada nuevo deseo. Hace unos años disfrutábamos hasta el éxtasis con una canción naciendo  al paso de una delicada aguja porque previamente nos la habíamos ganado deseándola con devoción. A veces me pregunto si marchamos en  la dirección correcta.

Describir nuestra relación con el cine puede que sea una buena forma de explicar cómo ha cambiado el mundo en los últimos tiempos. Rober insiste en que ha desaparecido la costumbre de ir al cine; que hace unos años se iba el fin de semana porque era lo que tocaba. Atestadas salas en cuatro sesiones dominicales de cuatro, seis, ocho y diez y media, con bancos en los pasillos laterales, puede que incluso alguien sentado en el suelo delante de la fila delantera. Tiempos en los que hasta en Carnaval se abría y en los que se llegaba a negociar con suplicantes que pretendían se les dejara dormir después de la hora de cierre.

Hoy es difícil de entender, pero hubo un tiempo en que privar de cine era un castigo. Entonces Rober ejercía de improvisado comité de competición y sancionaba al espectador díscolo con diferentes grados de sanción en función de la gravedad de la infracción, pudiendo llegarse al mes alejado de las sala. Hoy Rober recuerda que tras expulsar al último alborotador adolescente, se le presentó una madre indignada, lo que da idea de cómo ha cambiado la vida y explica algunas raíces de nuestros males.

Sin embargo, actualmente la pasión por el cine sigue naciendo a edad temprana. De hecho, las películas animadas dirigidas a niños son las que mejor funcionan. Más tarde, entre quince y veinticinco años, son generaciones que se pierden, que ya no entienden el embrujo  de la ceremonia en la oscuridad, que ya solo esporádicamente acuden al cine, que seleccionan demasiado las escasas películas a las que quieren asistir, ya que, al fin y al cabo, las tienen a un clic de distancia.

Hoy todo está difícil. Hay pocos ámbitos de la vida donde el devenir no se limite a la supervivencia. Los problemas del cine son fáciles de prever, los mismos que todos tenemos en nuestros hogares o negocios: atender todos los requerimientos de pago, repartir porciones de sueldos o ganancias que cada día dan para poco más que esperar que escampe. Aquí las rémoras tienen sus propios nombres: IVA, SGAE, distribuidor, productor… lo que se traduce en inaplazables demandas asfixiantes que se llevan el importe de más de tres entradas de cada cinco que se venden, y que sin embargo, dejan algo de aire para seguir adelante, sin olvidar un factor importante: la querencia por un lugar y un trabajo especial. 

Ya no son las once pesetas que pagaba Rober en el gallinero del Cine Madrid pero la subida al precio actual de cinco euros se antoja contenida teniendo en cuenta del crecimiento general de precios de los últimos años y las tarifas de otros cines. De hecho, los inspectores del Ministerio de Cultura cuentan que el Juventud es el cine más barato que controlan. Aquí la empresa prácticamente asumió la última subida del IVA pero alguna distribuidora demoró algún estreno por considerar escaso la cuantía resultante de su porcentaje.

También el retrato del cambio de las costumbres de un país  se puede explicar analizando nuestra distinta forma de ir al cine. Ya que nos felicitan, en ello estamos, en convertirnos en más europeos; interiorizamos  el dogma de que todo irá a mejor. Curiosidades y contrastes de diverso cariz: cómo que el domingo a las diez y media, que antaño era  la sesión estrella, ahora es la más floja, hasta suprimida en algunos cines de este tamaño. Cómo antes había cuatro sesiones los domingos: cuatro, seis, ocho y diez y media y muchos recuerdos personales de quedarme sin entrada. Hace poco, de forma excepcional, se proyectó una película a las cuatro y media  y se comprobó que el público ya no está preparado para esa sesión temprana que cuando yo era chaval, era la nuestra, la del lío y los graciosos. La realidad es que en la actualidad, el domingo es peor que un sábado, que la sesión de mayor concurrencia es la última del sábado y en verano, la noche de los lunes. Hoy los viernes son peor que los lunes y los puentes una ruina; se conoce que la gente tiene otros compromisos con los que regresan a Ciudad Rodrigo por unos días. Las películas juveniles funcionan los fines de semana, las más serias, orientadas a gente más mayor, los lunes y martes.

Hablando de hábitos, somos hombres de costumbres. Divierte saber que  la mayoría de espectadores tenemos nuestros días y horas y casi hasta se puede poner falta o sorprender en caso de elección de otra sesión distinta a la habitual. En fin, radiografía de un negocio cultural que imagino no estará muy alejada de la de otros lugares de España.

Dejando de lado discutibles (¿desesperadas?)  innovaciones técnicas como el 3D, para mí nunca una tabla de salvación fiable, el futuro es oscuro y está en el alambre, como el de casi todos, por otra parte. La crisis se ha notado, claro, pero sobre todo en las ventas del kiosco, una fuente importante de ingresos –más aún en multicines de ciudades donde la recaudación puede ser aún mayor que la de taquilla-.

Pero no terminemos con malos augurios. Recordemos buenos tiempos, películas que arrasaron; la primera es la que todos imagináis: “Titanic”, que se llegó a proyectar durante una semana entera con tres sesiones diarias; o los estrenos navideños de Walt Disney con “El Rey León” a la cabeza.  De las últimas, “Lo imposible”. Bien seguro que gente que se presentó, no había vuelto al cine desde “Titanic”.

Para acabar, le pregunto a Rober si le gusta al cine, si ve las películas. Me dice que sí, que todas. Ya van siendo unas cuantas y, en secreto, le envidio.  Su género favorito es el cine negro de “Uno de los nuestros”   y ahí podemos coincidir. Y  claro, le tenía que gustar “Cinema Paradiso”, que precisamente yo recuerdo haber visto en este cine.



Muchos recordaréis las “semanas” o festivales de cine que, en tiempos, eran acontecimientos importantes en las agendas culturales de Ciudad Rodrigo. De ahí parto con una propuesta. No sé si habría en Ciudad Rodrigo gente interesada en ver clásicos del cine, que parece ser, no sería caro conseguir y poder inventar una especie de festival de cine clásico de alguna temática a decidir, de dos o tres días, para ver alguna joya como Dios manda, en sala grande.  Si es así, que se pongan en contacto conmigo, o se lo comenten a Rober.

Dudaba qué vídeo o música poner. Finalmente opto por una maravillosa película que, a cargo de uno de los magos del cine, Scorsese, que en un estilo alejado del que le caracteriza pero igualmente magistral –los genios, es lo que tienen-,   rinde sentido y hermoso homenaje al cine,  ese joven arte con poco más de cien años que siempre será el arte del Siglo XX y en particular, a uno de sus pioneros, Méliés, ciertamente de novelesca vida: “La invención de Hugo”.

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