Vivimos al borde. Al borde de un nuevo mundo construido
sobre los cimientos que hoy sigue excavando la crisis, sobre el que se elevará un
escenario que vendrá a ser un campo minado sin paso seguro, un mundo en el que
la precariedad y la amenaza latente para la seguridad de nuestras existencias
serán ley. Pero no se trata solo de la situación económica; de largo viene algo
más, un proceso de cambio en el que se diseñan nuevas formas de sentir, de
buscar, de escapar, de entender. Un nuevo
entramado vital que más que dedicarse a construir, se empeña en demoler, cuya
seña de identidad es el desmantelamiento de mucho de lo bueno que dejamos atrás,
sin ofrecer nada valioso a cambio. Un mundo menos profundo, que siendo más
veloz, nunca puede llegar más lejos.
Me siento afortunado de ser testigo del cambio, de asistir
a la metamorfosis, ya que me ha ayudado a conocerme y saber qué soy. Y cuanto
más repaso lo que dejamos atrás, más atesoro los restos, más valoro el ayer, menos entiendo el hoy. A
punto de asistir al nacimiento de mi hija, un día le hablaré de un mundo donde
existían periódicos serios e independientes, donde un disco o un libro podía ser el objeto
más codiciado, de un valor oculto, nunca desmesurado, donde ir al cine era atravesar
una puerta encantada.
Sí hay algo que nunca puede cambiar, que siempre acompañará
al hombre: sus historias. Tenemos que escuchar historias, relatarlas, garabatearlas, encuadernarlas, pintarlas en la
pared de una húmeda roca o colocarles recargados marcos, gritarlas a los cuatro
vientos o mascullarlas borrachos apoyados en la barra de un bar. Porque esas
historias, valiéndose de la red de seguridad de personajes que no son nosotros, hablan de nosotros, cuentan de nuestros sueños y miedos, nos
emocionan, entretienen o enfrentan con fantasmas para, en ocasiones, ser capaz
para iluminar partes íntimas que desconocíamos.
Y hoy escribiré de una peculiar forma de contar historias, de
una forma de contar con sombras
recortadas contra un pequeño chorro de luz que las agiganta hasta ocupar una
enorme pared blanca, una pared frente a la que me siento desde que era un
chaval en una sala llena de butacas que conozco bien, en la que sé moverme a
oscuras y en la que a menudo elijo el mismo asiento para, una vez más, presenciar
el milagro. Es el cine de mi ciudad, de
Ciudad Rodrigo, bautizado con un nombre de otros tiempos: “Juventud”, el “Juven”
para los mirobrigenses, el templo del que extraje varias piezas con las que
estoy construido.
Para relatar algo de un cine que iluminó con su primera
imagen uno de aquellos grises días de 1947, me he de dejar guiar por Rober, el
dueño de las llaves de la habitación mágica desde 1981, el hombre que con poco
más que apretar un botón, da inicio a un par de horas que llenarán nuestro
mundo de falsas verdades.
Hoy se utilizan señales de antenas o se cargan discos duros
sin gracia alguna, pero antaño el tesoro se escondía en latas con películas de
35 milímetros que tenían que llegar, entrar por la puerta, subir las escaleras
hasta la sala de proyección, colocarse y girar. Y a veces esa lata tardaba
tanto en llegar… Un niño no sabe esperar, el tiempo se le estira y transcurre
viscoso cuando debería cruzar de puntillas. Tal vez por eso, recuerdo
eternidades hasta ver “E.T.” y “Superman” en el Cine Madrid. Era otra forma de ver cine, no se
juzgaba, se sentía. Esa inocencia, ese único criterio válido se pierde cuando
creces y te dispones serio a analizar
sesudo. Entonces una peli era buena o mala. Y a mí se me viene a la cabeza el
descanso en las escaleras del Cine Madrid de un niño loco por volver a entrar en la sala y ver el final de “Ben
–Hur”. Más tarde recuerdo golpeos
similares, ya de adolescente, con “Indiana Jones” o “Regreso al futuro”. Con los
años, todo se vuelve más racional y se
convierte en una tarea intelectual que muchas veces proscribe nuestra parte más
inocente y pura.
Con la llegada de los Multicines se pasó de las cien a las cuatrocientas copias de los grandes estrenos en España. Hoy, más en el futuro próximo, basta pagar para que una señal esté disponible de inmediato. Hoy el cine, como casi todo, está al alcance, lo tenemos cuando queremos. Nadie debe esperar. Me pregunto si es bueno disponer al instante de lo que deseamos, si ello no pervierte nuestra escala de valores, si paradójicamente, todo no deriva en insatisfacción continua por cada nuevo deseo. Hace unos años disfrutábamos hasta el éxtasis con una canción naciendo al paso de una delicada aguja porque previamente nos la habíamos ganado deseándola con devoción. A veces me pregunto si marchamos en la dirección correcta.
Describir nuestra relación con el cine puede
que sea una buena forma de explicar cómo ha cambiado el mundo en los últimos tiempos.
Rober insiste en que ha desaparecido la costumbre de ir al cine; que hace unos
años se iba el fin de semana porque era lo que tocaba. Atestadas salas en
cuatro sesiones dominicales de cuatro, seis, ocho y diez y media, con bancos en
los pasillos laterales, puede que incluso alguien sentado en el suelo delante
de la fila delantera. Tiempos en los que hasta en Carnaval se abría y en los
que se llegaba a negociar con suplicantes que pretendían se les dejara dormir después
de la hora de cierre.
Hoy es difícil de entender, pero hubo un tiempo en que
privar de cine era un castigo. Entonces Rober ejercía de improvisado comité de competición y sancionaba al espectador díscolo con diferentes grados de sanción
en función de la gravedad de la infracción, pudiendo llegarse al mes alejado de
las sala. Hoy Rober recuerda que tras expulsar al último alborotador
adolescente, se le presentó una madre indignada, lo que da idea de cómo ha
cambiado la vida y explica algunas raíces de nuestros males.
Sin embargo, actualmente la pasión por el cine sigue naciendo a edad temprana.
De hecho, las películas animadas dirigidas a niños son las que mejor
funcionan. Más tarde, entre quince y veinticinco años, son generaciones que se
pierden, que ya no entienden el embrujo
de la ceremonia en la oscuridad, que ya solo esporádicamente acuden al
cine, que seleccionan demasiado las escasas películas a las que quieren
asistir, ya que, al fin y al cabo, las tienen a un clic de distancia.
Hoy todo está difícil. Hay pocos ámbitos de la vida donde
el devenir no se limite a la supervivencia. Los problemas del cine son fáciles
de prever, los mismos que todos tenemos en nuestros hogares o negocios: atender
todos los requerimientos de pago, repartir porciones de sueldos o ganancias que
cada día dan para poco más que esperar que escampe. Aquí las rémoras tienen
sus propios nombres: IVA, SGAE, distribuidor, productor… lo que se traduce en
inaplazables demandas asfixiantes que se llevan el importe de más de tres
entradas de cada cinco que se venden, y que sin embargo, dejan algo de
aire para seguir adelante, sin olvidar un factor importante: la querencia por un
lugar y un trabajo especial.
Ya no son las once pesetas que pagaba Rober en el gallinero
del Cine Madrid pero la subida al precio actual de cinco euros se antoja
contenida teniendo en cuenta del crecimiento general de precios de los últimos
años y las tarifas de otros cines. De hecho, los inspectores del Ministerio
de Cultura cuentan que el Juventud es el cine más barato que controlan. Aquí la
empresa prácticamente asumió la última subida del IVA pero alguna distribuidora
demoró algún estreno por considerar escaso la cuantía resultante de su
porcentaje.
También el retrato del cambio de las costumbres de un
país se puede explicar analizando
nuestra distinta forma de ir al cine. Ya que nos felicitan, en ello estamos, en
convertirnos en más europeos; interiorizamos el dogma de que todo irá a mejor. Curiosidades y contrastes de diverso
cariz: cómo que el domingo a las diez y media, que antaño era la sesión estrella, ahora es la más floja,
hasta suprimida en algunos cines de este tamaño. Cómo antes había cuatro
sesiones los domingos: cuatro, seis, ocho y diez y media y muchos recuerdos
personales de quedarme sin entrada. Hace poco, de forma excepcional, se
proyectó una película a las cuatro y media
y se comprobó que el público ya no está preparado para esa sesión temprana
que cuando yo era chaval, era la nuestra, la del lío y los graciosos. La realidad
es que en la actualidad, el domingo es peor que un sábado, que la sesión de
mayor concurrencia es la última del sábado y en verano, la noche de los lunes.
Hoy los viernes son peor que los lunes y los puentes una ruina; se conoce que
la gente tiene otros compromisos con los que regresan a Ciudad Rodrigo por unos
días. Las películas juveniles funcionan los fines de semana, las más serias,
orientadas a gente más mayor, los lunes y martes.
Hablando de hábitos, somos hombres de costumbres. Divierte
saber que la mayoría de espectadores
tenemos nuestros días y horas y casi hasta se puede poner falta o sorprender en
caso de elección de otra sesión distinta a la habitual. En fin, radiografía de
un negocio cultural que imagino no estará muy alejada de la de otros lugares de
España.
Dejando de lado discutibles (¿desesperadas?) innovaciones técnicas como el 3D, para mí nunca una tabla de salvación fiable, el futuro es oscuro y está en el alambre,
como el de casi todos, por otra parte. La crisis se ha notado, claro, pero sobre
todo en las ventas del kiosco, una fuente importante de ingresos –más aún en multicines
de ciudades donde la recaudación puede ser aún mayor que la de taquilla-.
Pero no terminemos con malos augurios. Recordemos buenos
tiempos, películas que arrasaron; la primera es la que todos imagináis: “Titanic”, que se llegó a proyectar durante una semana entera con tres sesiones
diarias; o los estrenos navideños de Walt Disney con “El Rey León” a la
cabeza. De las últimas, “Lo imposible”.
Bien seguro que gente que se presentó, no había vuelto al cine desde “Titanic”.
Para acabar, le pregunto a Rober si le gusta al cine, si ve
las películas. Me dice que sí, que todas. Ya van siendo unas cuantas y, en
secreto, le envidio. Su género favorito
es el cine negro de “Uno de los nuestros”
y ahí podemos coincidir. Y claro,
le tenía que gustar “Cinema Paradiso”, que precisamente yo recuerdo haber visto en este cine.
Muchos recordaréis las “semanas” o festivales de cine que, en
tiempos, eran acontecimientos importantes en las agendas culturales de Ciudad
Rodrigo. De ahí parto con una propuesta. No sé si habría en Ciudad Rodrigo
gente interesada en ver clásicos del cine, que parece ser, no sería caro conseguir
y poder inventar una especie de festival de cine clásico de alguna temática a
decidir, de dos o tres días, para ver alguna joya como Dios manda, en sala
grande. Si es así, que se pongan en
contacto conmigo, o se lo comenten a Rober.
Dudaba qué vídeo o música poner. Finalmente opto por una
maravillosa película que, a cargo de uno de los magos del cine, Scorsese, que en un estilo alejado del que le caracteriza pero igualmente magistral –los genios,
es lo que tienen-, rinde sentido y hermoso homenaje al cine, ese joven arte con poco más de cien años que siempre será el arte
del Siglo XX y en particular, a uno de sus pioneros, Méliés, ciertamente de novelesca vida: “La invención de Hugo”.
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