“Siempre ha habido analfabetos, pero la incultura y
la ignorancia siempre se habían vivido como una vergüenza. Nunca como ahora la
gente había presumido de no haberse leído un puto libro en su jodida vida, de no
importarle nada que pueda oler levemente a cultura o que exija una inteligencia
mínimamente superior a la del primate. Los analfabetos de hoy son los peores
porque, en la mayoría de los casos, han tenido acceso a la educación; saben
leer y escribir pero no ejercen. Cada día son más y el mercado los cuida más y
piensa más en ellos. La televisión cada vez se hace más a su medida. Las parrillas de los distintos canales
compiten en ofrecer programas para una gente que no lee, que no entiende, que
pasa de la cultura, que quiere que la diviertan o que la distraigan aunque sea
con los crímenes más brutales o con los más sucios trapos de portera. El mundo
entero se está creando a la medida de esta nueva mayoría. Todo es superficial,
frívolo, elemental, primario, para que ellos puedan entenderlo y digerirlo.
Esos son socialmente la nueva clase dominante aunque siempre será la clase
dominada, precisamente por su analfabetismo y su incultura, la que impone su
falta de gusto y sus morbosas reglas. Y así nos va a los que no nos conformamos
con tan poco, a los que aspiramos a un poco más de profundidad, un poco más,
hombre, un poquito más, joder”.
Son palabras de Jesús Quintero, el presentador de televisón, extraídas de un vídeo que compartí hace unos días en internet. Fellini
expresa un sentir similar de una forma más contundente y contenida: “La
televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema
cultural”.
Partiendo de una idea básica, la de que me parece
perfectamente legítima la decisión de vivir prescindiendo absolutamente de
libros, probablemente una apacible forma de existir en muchos sentidos, decidí
utilizar este texto para, desde él, ofrecer o construir argumentos para proponer otro camino, o al menos, para no abandonarlo,
el camino de los libros, de las historias, de la literatura.
Desde la premisa socrática de que todo el mundo se
revela inteligente cuando se le trata como si lo fuera, buscar esas razones no
era más que exponer las mías y para eso, qué mejor que aprovechar esta
oportunidad, la necesidad de escribir unas líneas para celebrar la inauguración
de una biblioteca y examinar algo de mi tránsito vital junto a ellos, los
libros, entender la naturaleza de mi relación; algo que hasta me apetecía,
sobre todo porque esta charla la escribiré a medias, entre yo y muchos de esos
magos alquimistas de palabras que pasaron por mis manos página a página, que se
convirtieron en parte de mí, que son mucho de mi vida.
Es algo que a veces se olvida, para comenzar, nada
como el principio. Y desde el principio, como dice Millás, alguien nos toma en
sus brazos y comienza a amasarnos con palabras. Pero voy al siguiente principio,
para mí más importante, el que nos define como hombres, el de la consciencia
como capacidad para vernos y reconocernos a nosotros mismos y juzgar sobre esa
visión y reconocimiento. Para mí, el rasgo definitorio de un hombre, es el de
ser capaz de sentir y expresar un simple “Yo soy”. Muy cercano, uno de los
momentos más trascendentales de nuestra existencia, el más importante para
Vargas Llosa que dice que aprender a leer es lo más importante que nos sucede
en la vida.
Casi todos mis primeros recuerdos, está unidos al agua: al de acequias entre
naranjos, al sucio olor de la desembocadura del Júcar, a la brisa del Mar Mediterráneo.
El agua que inunda toda mi infancia y las historias, las de esa facultad
propiamente humana, la de contarlas, la de escucharlas, son las mías a su vera.
Pero había otras, las recogidas en los pequeños, coloridos y absurdos cuentos
que llegaban cada martes de manos de mi tía Cristina, cuando nos visitaba en su
día de permiso en el hotel en el que trabajaba. Cuentos como “Pulgarcito”, “El
gato con botas” o “El flautista de Hamelín” que me apresuraba a leer en el
parque mientras devoraba el tigretón que completaba el presente de mi tía.
El resto de la semana, tocaba esperar. Porque en mi
casa no había libros y eso, aunque yo no lo sabía, podría ser una espada de
Damocles cerniéndose sobre mi cabeza según Edmundo D´Amicis, que advertía que
el destino de mucha gente depende de tener o no tener una biblioteca en el
hogar paterno. Mis padres habían trabajado desde muy jóvenes y habían estudiado
lo justo. Sí recuerdo el primer libro de mi casa, uno de fábulas y leyendas de
Leonardo da Vinci, que probablemente llegó al hogar fruto de la habilidad de
algún vendedor a domicilio de los que se estilaban por entonces, tocando la
tecla adecuada en la negociación con mi madre: mi educación, el bien, el futuro
del crío. Porque mis padres sí tenían algo claro, ellos no habían podido, pero
sí querían que su hijo estudiara y aprendiera, y no escatimarían medios en ello.
Por eso, mucho más tarde entendí que accedieran a caprichos de adolescente como
caras ediciones en varios tomos de Historia de España o Historia Universal o aceptar
formar parte del Círculo de Lectores, donde también descubrí algún gran libro.
No puedo estar más que agradecido, porque solo años después entiendes el
esfuerzo que para ellos supuso. A lo que iba, leía y releía aquel libro de Leonardo, pero no
era capaz de entender aquellos pequeños relatos en una edición de lujo con
dibujos que tampoco acababan de encandilar a un crío tan pequeño. Yo sabía que
algo buscaba, buscaba comenzar, pero no sabía por dónde, como me pasaría varias veces en la vida, aunque tenía lo más
importante, un extraño anhelo: la pasión por conocer.
Después llegaron los tebeos, “El guerrero del
antifaz”, “Mortadelo”…, aunque a mí los que más me gustaban eran una colección
que creo que se llamaba “Novelas Ejemplares” donde se contaba en dibujos la
vida de algún personaje histórico o se interpretaba algún clásico de la
literatura. En el colegio también había libros donde en apenas una página se
contaba algún episodio de la Ilíada o de la gloriosa historia de España, a tono
con los estertores de una época demasiado larga, que a mí me dejaban siempre
con ganas de más. Pero sí hay uno que marcó un antes y un después: un número
especial del Jabato, uno de los gordos. Se trataba de un enfrentamiento entre
soldados romanos y cartagineses, en una ciudad, si mal no recuerdo, llamada
Baal. Creo que ahí está el germen de mi pasión, ya perfectamente retratada
porque no solo quería emocionarme de igual forma, sino que quería saber más y como
no tenía acceso, volvía a leer aquel ejemplar –que por cierto, he perdido-, una
y otra vez, seguro más de cien. Se trata de algo muy similar a lo que me
ocurrió cuando descubrí la música de verdad con Springsteen a los 14 años.
Necesitaba saber más, escuchar más pero, en aquellos años, no había otra forma
que hermanos mayores de amigos. Tocaba
volver una y otra vez a “Downbound Train”.
Pero allí estaba la biblioteca como oasis reparador
para el sediento, la que sigo visitando hoy, porque además para mí es un
espacio en el que me siento especialmente bien, porque su soledad y silencio –a
veces problemático, más para el abuelo gruñón de hoy que olvida al adolescente
tocapelotas de ayer-, fueron bálsamo en la etapa más complicada de mi vida,
cuando hace unos años la redescubrí como tiempo perdido. Cuando valiéndome del
olor de los libros, el mismo de antaño, como pasaporte para retrotraerme a un
pasado sino feliz, sí inconsciente, porque siempre se describe feliz lo lejano,
cuando nuestro horizonte vital se
presenta diáfano. Por razones distintas, entendí aquello que contaba Borges,
que para él el paraíso vendría a ser como una especie de biblioteca.
Allí se inició una larga cadena, un puente que une
todos los años mis mi vida, estructurada
en varias etapas en las que fui calmando la comezón que me producía mi ansia
por saber, por conocer más, donde han estado y están las novelas, pero mucho
más: la historia, la música, la política, la filosofía o la teología, desde las
novelas chungas de Sven Hassel combinados con sesudos ensayos sobre la Segunda
Guerra Mundial que nos convirtieron en unos expertos niñatos algo pedantes, y
que, por citar algunos de los más significativos, por influencia a veces reñida
con la calidad, sigue con Frederick Forsyth, Robert Graves, Kundera, Tom Wolfe,
Stefan Zweig, Savater, Tolstoi, Nick Hornby, hasta llegar a alguno de mis
favoritos de hoy como Norman Mailer,
Grossman, Philip Roth, Cercas o Celine.
Capítulo aparte es el de los libros obligatorios en
la escuela y, sobre todo, el instituto, pie para reflexionar sobre su idoneidad
para el fomento de la lectura. Los primeros, “Requiem por un campesino español”
y “El Camino”, marcan, claro, porque además son muy buenos y porque fueron
recomendados y explicados por el mejor maestro de mi vida, Don Luis, al que ya
dediqué un artículo. Después, muchos clásicos, algunos que a día de hoy,
supongo ya no visitarán las aulas o no
deberían, ya que soy de la opinión de
que se han de buscar otras propuestas y no obligar a chavales a enfrentarse con
páginas para las que no están preparados, que no pueden comprender porque les
quedan muy lejos por formación y mentalidad y que pueden provocar el efecto
contrario al buscado: la huida. No solo a libros que me mandaron llegué
demasiado pronto, también me ocurrió con otros muchos que decidí afrontar sin
las armas suficientes, sin haber vivido, en fin, y que más tarde me tocó
revisitar o que aún están pendientes de una lectura adecuada. Pero también es
cierto que gracias a mis profesores llegué a muchísimos descubrimientos que me
abrieron mundos enteros como Cela o Unamuno, y que, por encima de todo, plantaron la semilla de la curiosidad, que me
obligaron a memorizar unos datos de la historia de la literatura de los que
sigo tirando para seleccionar mucho de lo que leo. Me metieron más ganas de las
que aún tenía, me abrieron nuevas puertas.
Todo ello, gradualmente, me fue suministrando mi
patrimonio más valioso: mi educación. Educación en su acepción de forma de respeto y saber convivir y en la de muchos
conocimientos, nunca suficientes. Porque, a diferencia de lo que se pudiera
pensar, no me proporcionaron certezas sino todo lo contrario, me hicieron
abandonar todas las que se tiene cuando se es joven y arrogante. Hasta lo que,
a grandes rasgos, podría considerar un boceto de mi ideología, se fue
difuminando, se convirtió en un arcano, ya que la valoración de la realidad, excepto
la más cercana, conectada o dependiente de mí, se trastocó en ardua empresa
difícil de rematar, más en un mundo repleto de voces interesadas, donde no existe
una información que no se presente sesgada. Ahora apenas tengo cuatro
principios a los que aferrarme porque de todo dudo y a veces me pregunto de qué
sirve leer tanto. Yo, que sé que el más claro signo de madurez, el de ser un
verdadero hombre, es una capacidad crítica seria y fundada, me siento
demasiadas veces en un callejón sin salida sin ser capaz de pronunciarme a
pesar de tener cada vez más elementos de juicio. Ya decía Montaigne “Saber
mucho da ocasión de dudar más” y esta es una gran verdad, no porque yo sepa
mucho, sino porque sé algo, sé que al final, casi todo depende de un grupo de hombres
honestos y decididos.
Sin embargo, sí hay algo que he sacado en claro, y es que, ante las fuerzas
que se ciernen de continuo sobre la vida del hombre que es el existir, “habitar
en la brecha” que define Hannnah Arendt, la banalidad del mal, y por
consiguiente su prevalencia, puede y debe ser entendida en relación con la pérdida
de la capacidad para juzgar, que debemos defender nuestra dignidad y condición
de ciudadano, porque según Savater está clara la diferencia con el súbdito:
éste se pregunta qué le va a pasar mañana, aquél, qué va a hacer.
Una buena medicina para prevenir esos excesos cotidianos
que sufrimos a diario, los de los integristas –y no me refiero solo a los que
ponen bombas, también los hay que solo escriben en periódicos-, porque un
integrista, como escribe Frossard, es aquel que hace la voluntad de Dios
siempre, lo quiera Dios o no, o para entender que el verdadero fracaso del hombre es su incapacidad para
entender lo diferente que cuenta Kapucinski.
Cualquier camino es bueno para llegar a la lectura.
El best seller, identificándolo con el libro malo, porque también hay libros comerciales
que se venden a millones y son muy buenos, puede ser una opción, por qué no; no
olvidemos el dicho de que no hay libro
tan malo que no tenga algo bueno. A mí me quedan lejos porque fui subiendo
escalones y ya, en general, no me interesa nada que no esté bien escrito,
porque además, al ser incapaz de leer deprisa, me hace seleccionar
rigurosamente, conociendo de antemano la
condena que me aguarda: la de saber que hay cientos de libros, entre ellos clásicos
que sé que me encantarían, que puede que incluso cambiaran mi forma de ser, a
los que nunca podré llegar. Pero a lo que iba, la discusión sobre buen o mal
gusto, me aburre. Ya me pasé demasiados años de mi vida discutiendo sobre qué
era buena música, básicamente a lo que yo le daba el plácet. Hoy ya no entro el
trapo. Todo va bien, por supuesto también la novela gráfica, que puede que a mí
me llegue ya demasiado viejo, ya hombre de costumbres malamente arraigadas. Aun
así, he leído unas cuantas; por ejemplo
“The Watchmen” o “Mouse” me gustaron mucho.
También llegué a libros por películas. Si no
recuerdo mal, solo en tres ocasiones he leído un libro después de ver una
película: “Soldados de Salamina” de Cercas, uno de mis autores españoles
favoritos, “Las vírgenes suicidas” de Eugenides y Trainspotting de Irvine Welsh.
Son esas grandes películas tras las que intuyes una obra aún mejor que en
ningún caso decepcionaron. Tras salir del cine, no me quedó otra que ir tras el
texto madre, después de sentir el puñetazo inicial de Trainspotting, o
cómo articular un párrafo poderoso y contundente a través de una imagen, una
música y un montaje brillantes. Para siempre unido a la carrera de un
desmejorado y lúcido Ewan McGregor desgranando en su peculiar inglés de Escocia,
mucho de lo sórdido que es vivir hoy, en poco más de un acelerado minuto:
“Elige la vida. Elige
un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige una jodida gran
televisión. Elige lavavajillas, coches, equipos de compact disc y abrelatas
eléctricos. Elige buena salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar
hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa
deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una
amplia gama de putos tejidos. Elige el bricolaje y preguntarte quién coño eres
los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver “teleconcursos” que
embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida
basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo
miserable siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has
engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida. ¿Por qué querría
eso?”
Motivos para leer más prosaicos, la lectura como un placer, que
aunque alguno, escéptico, tuerza el gesto, puede hasta convertirse en adicción
y por primera vez, y esperemos que por mucho tiempo, una adicción barata,
porque siempre hay vías accesibles para hacerse con libros, como el motivo que
hoy nos reúne o ediciones de bolsillo que te proporcionarán muchos buenos ratos
a un precio de risa si colocas en la balanza tiempo y euros. Es imposible no
entrar en una librería y no encontrar un libro barato que te aguarde, que
seguro te gustará y te contará algo de lo que buscas. Aunque puede que seas de
los que sientas que no lo necesitas, que
hoy escuchas toda la información que hace falta para vivir, pero acaso se te
escape mucho de lo importante. María Zambrano decía aquello de que hay cosas
que no pueden ser dichas pero sí escritas.
A la vista de mi experiencia, podría darte razones
para leer algo más abstractas. Leer para encontrarte, para caminar con quien
eres, para disponer de todos los elementos posibles a la hora de tomar esas
decisiones que marcan una vida, para elegir conforme a tu naturaleza, esos libros que alimentan o despiertan nuestra
vocación y nos avisan de nuestro destino, que escribe Ortega. Sin embargo, no
soy buen ejemplo. Será porque leo despacio, pero cuando fui consciente de cuál
era mi razón de ser, puede que fuera demasiado tarde y me tocó empantanarme en
una vida académica y profesional que literalmente me machacó, con materias,
jornadas, relaciones y presiones que poco tenían que ver con mis dotes,
sensibilidad o intereses. Porque la vida parece inofensiva hasta que duele y
una buena forma de construir es desde nuestra percepción, desde nuestros sueños
o corazonadas, muchas de ellas interiorizadas desde las páginas de nuestros
libros, también páginas de nuestras vidas. Dice Ana María Matute que el mundo
hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te
saquen del pozo. Hay que inventar la vida, porque acaba siendo verdad. Tal vez
por eso, desde chaval, me gustó construir parte de mi realidad con trozos de
irrealidad, los que me suministraban la música, los libros o las películas
porque puede que haya algo de cierto en la sentencia de T.S. Elliot, la de que
el hombre no puede soportar demasiada realidad o la de Manuel Rivas: “La mirada
literaria sirve para ensanchar, en todas las dimensiones, el campo de lo real”,
y es que, para algunos, la realidad a veces no sea suficiente, o simplemente,
de alguna extraña forma, asfixie.
Para salir a la superficie, para escapar o encontrarse: el libro, el prodigio, porque, según Borges, “De los instrumentos
inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; los demás son
extensiones de su cuerpo. Solo el libro es una extensión de la imaginación y la
memoria”.
Porque leer es, en cierta forma, por un tiempo
descabalgar la realidad para volver a ella tras cerrar el libro. Como decía
Cortázar: “De un buen libro se sale como de un acto de amor, agotado y fuera
del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa,
de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación”
Antes decía que en casa de mis padres no había libros. Hoy soy
padre y mi casa está repleta de ellos y
Abril, mi hija, tendrá mucho donde escoger, pero soy realista y sé que la
posibilidad de que sea uno de esos felices muertos en vida que señalaba al
principio de la charla Quintero es muy real, porque reconozcámoslo, la de
nuestros libros viene a ser una batalla condenada al fracaso si se ha de vencer
a la distracción inmediata y accesible, la que no exige esfuerzo, la de las
pantallas omnipresentes. Mas se trata de una de esas románticas guerras sobre
las que tantas veces hemos leído en nuestras páginas preferidas y merece la pena
la lucha, hasta para mí que reniego de las grandes causas e ideales que siempre
decepcionan, porque, aunque la guerra está perdida, se han de ganar batallas y
capturar prisioneros que acabarán combatiendo en nuestro exiguo bando, prietas
las filas. Perseverar es el “Ábrete, Sésamo” de efecto retardado. Al final es
una cuestión de ética la de respetar no solo nuestros principios, sino la de
defender lo útil, y si se hace la siembra, las semillas, pocas o muchas,
germinarán, bastando para mantener el fuego encendido. Porque hay que creer en
la frase de Steinbeck cuando decía que nada que sea bueno de verdad se escapa o
se pierde. Y es que como decía André Gidé, “Ante ciertos libros, uno se
pregunta: “¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué
leerán? Y al fin, libros y personas, se encuentran”. Basta creer en lo
increíble, en la magia de la frase de Cortázar: “Andábamos sin buscarnos pero
sabiendo que andábamos para encontrarnos”.
Insisto, hace un rato
comentaba que ya que Borges decía aquello
de que el paraíso debía ser una especie de biblioteca, celebremos que inauguramos
una biblioteca, que se abre otra pequeña puerta a lo inexplicable, e invitemos
a todos a cruzar su umbral.
El famoso poema de
William Blake decía “Si las puertas de
la percepción se depurasen,
Todo aparecería a los
hombres como realmente es: infinito”. Leer es abrir esas puertas, buscar ese
infinito que obsesionaba a Blake, una forma de perseguir la trascendencia, el
misterio que a veces intuimos.
Tras todo este texto
minado de citas, voy acabando con una casi última que solo puedo elegir hoy a
la luz de todo lo vivido- leído, páginas y páginas que me han llevado a un
lugar donde me siento cómodo, que sé que no es aún el final porque nunca se ha
de llegar, pero que en cierta forma define lo que busco y parte de lo que
encontré. Lo curioso es que probablemente fue escrito por una persona que nunca
había leído un libro, pero que sí sabía leer en todo lo que le rodeaba,
entender la naturaleza y sus ritmos, Seguro ambos caminos largos y tortuosos, el de
los libros y el de la intemperie. La frase, sensor de casi plenitud, es la de
un sabio pastor escrita en su bastón, recogida por Carlos Medina en su libro
sobre el arte popular de los pastores salamantinos:
“Soy hombre honrado y
feliz y tengo buen corazón, llevo vida descansada y me suelo entretener en
decorar mi cayado”, emparentada con otra de Nikos Kazantzakis “Nada espero,
nada temo, libre soy”, aunque este tiene su gracia, porque es el epitafio que
eligió para su tumba.
Porque la felicidad que
hoy nos venden como algo alcanzable a la vuelta de la esquina, prospero sector
editorial, por otra parte, tal vez se alcanza de forma distinta a como nos
cuentan. Tal y como contaba Kierkegaard, esa puerta de la felicidad se abre
hacia adentro, que hay que retirarse un poco para abrirla, que si uno empuja,
la cierra cada vez más, porque los remeros se acercan al barco remando de
espaldas, no de frente. Y ahí están los libros, como unos benditos remos
ardientes a los que aferrarse:
“Lo único que le pido a
un libro es que me inspire energía y valor, que hay más vida de la que puedo
abarcar, que me recuerde la urgencia de actuar” (De “Leolo” de Jean Claude
Lozon)
“El hombre que lee
debería estar intensamente vivo. El libro debería ser una bola de fuego en su
mano” (Ezra Pound).
Ahora sí, ahora termino
con algo más “elevado”, al menos académicamente, puede que con la antítesis de
la frase de nuestro pastor, con las palabras de un tipo raro que le daba
demasiadas vueltas a la vida y sus cosas: Pessoa, valiéndose de su heterónimo
Ricardo Reis, y un par de versos finales capaces de provocar algo de vértigo:
"Aguardo, ecuánime,
lo que no conozco,
mi futuro y el de todo.
En el fin todo será silencio, salvo
donde el mar bañe la nada".
mi futuro y el de todo.
En el fin todo será silencio, salvo
donde el mar bañe la nada".
Y en estas páginas, claro, falta
la referencia con mayúsculas, tan de disparatada actualidad, acorde con la
“insania” del gran prohombre de nuestras letras. Y no me digan si después de
todo lo que han escuchado, mucho no le ha parecido cosa de locos, mas se ha de
ser comprensivo ya que los libros son el mejor motivo para perder la cabeza,
perseguir sueños y luchar contra los
molinos de la realidad.
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