La razón de ser de la mayoría de decisiones que
nuestros gobernantes adoptan hoy no es la que debiera, la definición de estrategias
para el bien común, sino que muy fuera de lugar, hunden sus raíces en el mismo
tiempo en el que se promulgan, ese
tiempo vacío de entidad que debiera ser circunstancia, nunca fundamento: el
tiempo preelectoral.
Rebajas de tributos, nuevas ayudas o aumentos de
antiguas, medidas o desactivación de medidas ya dictadas anteriormente, todo
ello publicado desde tribunas no solo propiamente políticas sino también, bien
alto y sin bochorno, tras la máscara institucional, tal que si todo ello
resultara ajeno al inminente reparto de poder, la causa última, la causa
sagrada.
En este marco, mientras transcurre, lenta y soporífera, la dichosa y a ratos
absurda campaña electoral, toca cerrar vías de agua innecesarias: el Registro
Civil seguirá siendo competencia de los juzgados, no ha lugar a su traslado a
los registros mercantiles.
Conforme a la hasta ayer brillante, hoy denostada,
ocurrencia, todos los registros civiles que obran en los juzgados de 1ª instancia y en los juzgados
de paz, hubieran pasado a ser competencia de los registros mercantiles con lo que
además de dejar de ser gratuitos, tendríamos que habernos desplazado a la
capital de provincia para realizar cualquier gestión. Dejando de lado tantos
frentes fácilmente atacables donde ensañarse con tan cuestionable decisión, la
tomo como pie para reflexionar sobre el papel del pueblo, del mundo rural.
Supongo que es cuestión de tiempo, que la espada de
Damocles continúa suspendida sobre nuestras cabezas, ya que al fin y al cabo,
la nueva planta judicial amenaza en el horizonte y quién sabe si no acabaremos
echando el cierre a otra puerta más, no solo la del Registro Civil, sino
también la de nuestros juzgados.
Hoy todavía se puede acudir a la oficina de tu
pueblo a solicitar gratuitamente una fe de nacimiento cuyos datos básicos son
tu nombre y filiación, y donde en cuatro anotaciones marginales, se contará tu
historia, la jurídicamente relevante, desde tu matrimonio a tu muerte. Me temo
que dentro de poco, solicitar ese folio, el derecho a un papel que dé prueba de
cuál es tu nombre, exija pagar dos precios: el de desplazarse y el de la tasa.
Por otra parte, existe otro tema pendiente,
últimamente de mayor actualidad, una tarea que ya se acometíó en la mayor parte
de Europa: la reforma de nuestro mapa municipal. Hoy también se habla de
reducir pueblos, de fusionarlos o eliminarlos, de disertar sobre su eficiencia.
De hecho, la última reforma de la Ley de Bases de Régimen Local maneja
conceptos como los de sostenibilidad,
eficiencia o coste; una ley hecha por economistas cuyos primeros
borradores adolecían de graves carencias jurídicas. Un tema delicado, en el que
se deberían manejar más variables que las puramente expresables en cifras,
donde hay factores y valores no tan
objetivables, puede que los más
importantes de cada vida, como la vinculación con una tierra y una historia.
Es innegable, existe un problema y aguarda solución,
y hay varias posibles, donde entraría también en el juego el papel de la
administración autonómica, pero tal y como pinta el percal, parece que serán
las diputaciones las agraciadas, las encargadas de tutelar el número de municipios
resultante de la reforma. Ahora bien, si realmente se opta por otorgar el papel
preponderante a las diputaciones, creo urgente la reforma de su método de
elección para que sus diputados sean elegidos directamente por el ciudadano, ya
que a día de hoy, su representatividad democrática tiene un carácter atenuado o
de segundo grado, si la comparamos con la administración más cercana al vecino,
la del ayuntamiento, mandatario directo de la voluntad vecinal. Situación que
se presta para esas prácticas legales pero algo turbias de los dos grandes
partidos, presentando candidatos por doquier sin existir vinculación alguna con
los pretendidos representados de cada pueblo, solo buscando mantener cuotas de
poder en la corporación provincial.
Temas de gestión, porque, al fin, el veredicto fue
pronunciado hace tiempo. Todo este mundo
en diez, veinte, cincuenta años –según
el tamaño-, será historia. Inevitablemente,
por fuerza de ley o muerte natural, terminará por desaparecer o convertirse en un mosaico de pueblos
fantasmas, la mayor parte del año vacíos, sin más que sombras errantes, lugares
de asueto donde contemos ajadas
historias a nuestros hijos mientras paseamos
unas vacaciones más viejos.
Y yo me pregunto si de tanto escucharlo, no hemos
interiorizado demasiado rápido el hecho de que la gente de los pueblos vivimos
de una forma que no merecemos, que somos demasiado pocos, una carga para el
Estado, que nuestra forma de vida tiene algo de lujo consentido, que no es
sostenible para exigir unos servicios básicos en educación, transporte, sanidad
o administrativos, que en cierta forma encajamos en la sentencia que de un
esputo, dictó diagnóstico y solución a nuestra
crisis: vivir por encima de nuestras posibilidades.
Es evidente que no se cuida el mundo rural. Tampoco
proporciona demasiados votos, y su influencia es limitada, cada día un poco
más. ¿Tiene sentido batallar contra normas sobre las que nos cuentan que solo
obran de notario, que solo certifican una realidad, el acta de defunción de la
historia de mis ancestros? Me pregunto si el batallar no sería negar ese papel
de notario para cambiarlo por el de verdugo, aquel que tiene el poder para accionar el garrote vil, el de girar
la palanca una vuelta más, estrangulando
más que nuestras vidas, nuestras esperanzas, rompiendo diques, cerrando
posibilidades a nuestras familias, porque estudiar, trabajar, ir al médico o
conseguir un simple papel con un sello oficial, cada día se vuelve un poco más
difícil.
Llegará el día en que cada cual volverá a su pueblo
poco más que en verano; volverá a ver y sentir el trozo de cielo que se alza sobre
sus pies cuando están más firmemente
asentados en la tierra, la suya, una tierra condenada que lentamente se
desangra, sobre la que puede que yo todavía sea capaz de arraigarme, pero que
mi hija difícilmente disfrutará más que en vacaciones, cual triste parque
temático de un mundo que ya no existe y se añora.
Sin embargo, me incomoda el hecho de a veces aceptar
íntimamente que soy algo así como un ciudadano de segunda clase. Lo mismo que
tengo derecho a una hoja con mi nombre porque soy Abel, también puedo exigir
que en esa hoja figure mi nombre completo, incluido el de mi pueblo, sea Azabal
o Ciudad Rodrigo. Mi razón me dice que es inevitable, pero al menos quiero
amagar con unas líneas que sacudan cierta carga de culpabilidad. Porque para mí,
la vida es mi vida, es hasta más vida aquí, y hay algo que olvido-olvidamos a
menudo: como ciudadano, mis derechos están adheridos a mi soledad, a nuestra
soledad.
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