lunes, 2 de noviembre de 2015

El prodigio de Siega Verde




Creemos que sabemos mucho más que ellos, pero a fin de cuentas, ¿qué sabemos?


Tras nuestra ilusión, somos  seres atemorizados por lo que nos rodea,  sea el otro o lo otro, por nuestro futuro o sentido. Basta que la naturaleza  sacuda ligeramente el lomo, asomando  por una rendija algo de su terrible fuerza, para hacer estallar nuestras ingenuas y frágiles convicciones y seguridades.


Ellos sabían de su debilidad bajo el peso de una sola ley: la de la intemperie, la que les exigía luchar cada día por el siguiente amanecer. Nosotros, hechos a un medio confortable, ni siquiera somos capaces de vislumbrar qué sería vivir en uno esencialmente hostil. Aunque, honestamente pensado,  para ello parece que no sería necesario viajar miles de años, sino que serían suficientes unos miles de kilómetros, bastaría ir poco más allá del Mediterráneo.


Al final, antes o después, todos perecemos, pero algo queda: el relato. 


El hombre se expresa, esa facultad propiamente humana, la de contar historias. El hombre cuenta, cada uno a su manera: en la barra de un bar, en la mesa con la familia, en aulas, frente a micrófonos, escribiendo, o incluso nos contamos mentalmente a nosotros mismos mientras los personajes e historias de páginas leídas empapan nuestro interior.


Ellos, nuestros antepasados, nuestros vecinos de Siega Verde, contaban lo mismo que nosotros a su gente, pero no conocemos con certeza el significado de sus voces construidas en desvaídos trazos sobre piedras. Esas voces atravesaron más de diez mil años para seguir sonando claramente junto a nuestro oído. 


Ahora lo llamamos arte, aunque no conozco una definición que yo acepte sin reservas. El arte es ponerle nombre a no se sabe bien el qué, un conectar con ese fondo irracional que,  por mucho que reneguemos, albergamos en nuestro interior. No sabemos si aquellos hombres invocaban, si simplemente decoraban, si agradecían, si relataban.


Pero no es importante. Uno de nuestros artes preferidos hoy, la música, es, por principio, abstracto. Es el receptor el que ha de dotarla de un significado propio, tratar de ver con sus ojos tras la tramoya, construir con sus propias imágenes. Me basta colocarme frente a sus láminas de piedra y creer escuchar el piqueteado del artista para construir su mundo a través del mío.


Pizarras verticales al aire  a modo de lienzos en salas de exposición del que seguro era su hogar durante  las estaciones más clementes. En un tiempo seco en el que incluso el río podría llegar a secarse, disponían de un valle encajonado propicio para su principal fin en la existencia: conseguir alimento. Cobijo que además podía ser una enorme trampa para sus presas.


Suerte para nosotros que el prodigio se encuentre tan cerca de  nuestra ciudad. Suerte que, por una vez, se pueda poner puertas al campo, dado lo concentrado y reducido de su extensión, que el puente sobre el Águeda sirva de marco para un inusitado museo con horas de apertura y cierre. Suerte  que esas pinturas permanecieran protegidas por musgos y líquenes en brillantes piedras pulidas por el tiempo. Suerte que ahora sea tan accesible, cuando esa accesibilidad bien pudo ser condena en lugar de bendición.


De pulsiones humanas hablaba al comienzo, la de contar. También otras menos entendibles, aunque aún más demostrables, la de destruir, la de devastar. Fue enterarse que allí había algo valioso, y la mano del agresor acudió presta para desbaratar aquellos dibujos que se creían  de pastores en los años cuarenta, pero que, en realidad, eran de mucho tiempo antes de que se guiaran animales tranquilos y con gacha cerviz.


Tal que si la historia del planeta o de la misma humanidad nos pusiera en nuestro lugar o nos golpeara con nuestra importancia real, como si el transcurso de siglos se acelerara hasta perder interés, como si fuera poco más que un súbito abrir y cerrar  puertas,  se escucha el rumor de un río atravesando el tiempo y susurrándonos: soy el mismo pero no soy el mismo. 


Escenas de animales diseminados o arremolinados,  caballos, ciervos o uros,  a veces creados en distintas épocas por distintos artistas, notándose, lo mismo que en un iglesia o en un coro, quién era mejor, qué era el talento, qué el oficio. Sencillos detalles que seguro también admiraron a sus coetáneos, detalles que nos hacen asentir sonriendo en silencio en señal de reconocimiento:  el hocico, la doble crin, el despiece ventral para indicar el distinto color de esa parte del animal, la búsqueda de la perspectiva o el movimiento.


O ese giro de cabeza del ciervo, el logo del parque,  como si de una fotografía se tratara, como si el animal estuviera algo sorprendido de que a estas alturas, en el siglo XXI, después de miles de años olvidados y ocultos a la vista, sin que nadie volviera a reparar en ellos, ahora, de nuevo, los visiten más ojos que nunca, que hasta vienen de noche, ya que alguno de sus congéneres solo se deja ver en la oscuridad. Si no será este salto en el tiempo la quintaesencia de la  ansiada inmortalidad del artista. 


Aparte de animales, otros dibujos, signos y trazos cuyo significado se nos escapa, que nos hacen teorizar y elucubrar sobre su posición u orientación, suponer e investigar y, al fin, volver otra vez.  Porque no nos queda otra que regresar y tratar de comprender su forma de enfrentarse al existir, porque seguro que no estaba tan alejada de la nuestra, porque seguro aprenderemos. Acercarse a través del tiempo no es tan difícil, más cuando disponemos de ese privilegio en la puerta de nuestra casa.


Y es que ellos eran nosotros.

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