Creemos que sabemos mucho más que ellos, pero a fin de
cuentas, ¿qué sabemos?
Tras nuestra ilusión, somos seres atemorizados por lo que nos rodea, sea el otro o lo otro, por nuestro futuro o
sentido. Basta que la naturaleza sacuda
ligeramente el lomo, asomando por una
rendija algo de su terrible fuerza, para hacer estallar nuestras ingenuas y
frágiles convicciones y seguridades.
Ellos sabían de su debilidad bajo el peso de una sola ley:
la de la intemperie, la que les exigía luchar cada día por el siguiente
amanecer. Nosotros, hechos a un medio confortable, ni siquiera somos capaces de
vislumbrar qué sería vivir en uno esencialmente hostil. Aunque, honestamente
pensado, para ello parece que no sería
necesario viajar miles de años, sino que serían suficientes unos miles de kilómetros,
bastaría ir poco más allá del Mediterráneo.
Al final, antes o después, todos perecemos, pero algo queda:
el relato.
El hombre se expresa, esa facultad propiamente humana, la de
contar historias. El hombre cuenta, cada uno a su manera: en la barra de un
bar, en la mesa con la familia, en aulas, frente a micrófonos, escribiendo, o incluso nos contamos mentalmente a nosotros mismos mientras los personajes e historias
de páginas leídas empapan nuestro interior.
Ellos, nuestros antepasados, nuestros vecinos de Siega
Verde, contaban lo mismo que nosotros a su gente, pero no conocemos con certeza
el significado de sus voces construidas en desvaídos trazos sobre piedras. Esas voces
atravesaron más de diez mil años para seguir sonando claramente junto a nuestro
oído.
Ahora lo llamamos arte, aunque no conozco una definición que
yo acepte sin reservas. El arte es ponerle nombre a no se sabe bien el qué, un conectar con ese fondo irracional que, por mucho que reneguemos, albergamos en nuestro
interior. No sabemos si aquellos hombres invocaban, si simplemente decoraban,
si agradecían, si relataban.
Pero no es importante. Uno de nuestros artes preferidos hoy,
la música, es, por principio, abstracto. Es el receptor el que ha de dotarla
de un significado propio, tratar de ver con sus ojos tras la tramoya, construir
con sus propias imágenes. Me basta colocarme frente a sus láminas de piedra y
creer escuchar el piqueteado del artista para construir su mundo a través del
mío.
Pizarras verticales al aire a modo de lienzos en salas de exposición del
que seguro era su hogar durante las
estaciones más clementes. En un tiempo seco en el que incluso el río podría
llegar a secarse, disponían de un valle encajonado propicio para su principal fin
en la existencia: conseguir alimento. Cobijo que además podía ser una enorme
trampa para sus presas.
Suerte para nosotros que el prodigio se encuentre tan cerca
de nuestra ciudad. Suerte que, por una
vez, se pueda poner puertas al campo, dado lo concentrado y reducido de su
extensión, que el puente sobre el Águeda sirva de marco para un inusitado museo
con horas de apertura y cierre. Suerte que esas pinturas permanecieran
protegidas por musgos y líquenes en brillantes piedras pulidas por el tiempo.
Suerte que ahora sea tan accesible, cuando esa accesibilidad bien pudo ser
condena en lugar de bendición.
De pulsiones humanas hablaba al comienzo, la de contar.
También otras menos entendibles, aunque aún más demostrables, la de destruir, la
de devastar. Fue enterarse que allí había algo valioso, y la mano del agresor
acudió presta para desbaratar aquellos dibujos que se creían de pastores en los años cuarenta, pero que, en
realidad, eran de mucho tiempo antes de que se guiaran animales tranquilos y
con gacha cerviz.
Tal que si la historia del planeta o de la misma humanidad
nos pusiera en nuestro lugar o nos golpeara con nuestra importancia real, como
si el transcurso de siglos se acelerara hasta perder interés, como si fuera
poco más que un súbito abrir y cerrar puertas,
se escucha el rumor de un río atravesando el tiempo y susurrándonos: soy
el mismo pero no soy el mismo.
Escenas de animales diseminados o arremolinados, caballos, ciervos o uros, a veces creados en distintas épocas por
distintos artistas, notándose, lo mismo que en un iglesia o en un coro, quién
era mejor, qué era el talento, qué el oficio. Sencillos detalles que seguro
también admiraron a sus coetáneos, detalles que nos hacen asentir
sonriendo en silencio en señal de reconocimiento: el hocico, la doble crin, el despiece ventral
para indicar el distinto color de esa parte del animal, la búsqueda de la
perspectiva o el movimiento.
O ese giro de cabeza del ciervo, el logo del parque, como si de una fotografía se tratara, como si
el animal estuviera algo sorprendido de que a estas alturas, en el siglo XXI,
después de miles de años olvidados y ocultos a la vista, sin que nadie volviera
a reparar en ellos, ahora, de nuevo, los visiten más ojos que nunca, que hasta vienen de noche, ya que alguno de sus congéneres solo se deja ver en
la oscuridad. Si no será este salto en el tiempo la quintaesencia de la ansiada inmortalidad del artista.
Aparte de animales, otros dibujos, signos y trazos cuyo
significado se nos escapa, que nos hacen teorizar y elucubrar sobre su posición
u orientación, suponer e investigar y, al fin, volver otra vez. Porque no nos queda otra que regresar y tratar
de comprender su forma de enfrentarse al existir, porque seguro que no estaba tan
alejada de la nuestra, porque seguro aprenderemos. Acercarse a través del
tiempo no es tan difícil, más cuando disponemos de ese privilegio en la puerta
de nuestra casa.
Y es que ellos eran nosotros.
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