Amar la Historia es amar la tierra, amar la Historia es amar
al hombre. Estudiar la vinculación del hombre con la tierra, tratar de
comprender esa unión para, tras compararla con nuestras formas de habitar,
aprender.
Es indudable el componente misterioso de las ruinas de
pueblos del pasado, nunca tan puesto de manifiesto como a través de la
reivindicación de los románticos del Siglo XVIII; la ruina como huella del
pasado valiosa en sí misma.
Recorriendo los restos del castro de Irueña el pasado domingo, pensaba que pocos lugares mejores para entender las señas de identidad románticas.
Su exaltación de la naturaleza, aquí fácil por su
emplazamiento privilegiado e imponente, el del mágico robledal allá en lo alto,
junto al cortado vertical. Es asomarse al río, contemplar las montañas a lo
lejos y pensar en el cuadro del Caspar
David Friedich, “El caminante sobre el mar de nubes”.
Porque esa tierra solo nos muestra algo de lo que esconde. Restos
que son el fruto del esfuerzo de un humanista, de un hombre de otros tiempos,
Don Domingo Sánchez Sánchez, que entre
1933 y 1935, con su descubrimiento, casi aumentó el enigma y provocó seguro mayor
ansia de saber, creando esas zonas donde se mezcla la luz y la sombra, la
realidad y la fantasía.
La realidad de lo que tenemos entre manos: una muralla con
un perímetro de casi dos kilómetros y catorce hectáreas de superficie (cuatro
tiene el castro de Yecla de Yeltes,
para hacerse una idea), con un largo recorrido de siglos que conducen a unas
gentes, los vettones, antes de la llegada de Roma. Después a estos mismos
hombres y mujeres sometidos al orden romano, clave de su pervivencia, que aún
hoy nos alcanza en tantas instituciones y forma de pensar, para acabar en la
Edad Media con su abandono y desaparición completa del núcleo bajo tierra,
enlazando con otro componente romántico, el del drama.
La fantasía también, en forma de las hipótesis del sabio, en
forma de la tradición y creencia popular, casi ninguna corroborada realmente,
tirando de lo que tenemos: figuras de animales, restos de enterramientos o
piezas de edificios, vimos y vemos un tesoro, un ídolo, un horno, una vía o un
templo.
Antes o después se sabrá o, al menos, sabremos más. Ahí
aguarda, en paz, bajo tierra, a que una generación se decida o pueda con la
empresa, para así seguir colocando eslabones y piezas en esa larga cadena que
seguimos construyendo día a día, la del Volksgeist alemán, la del espíritu
del pueblo.
La recién nacida asociación de Amigos del Castro de Irueña es lo que persigue, el pago de esa deuda
que antes o después será saldada, la de entender lo que somos, la procedencia de
nuestra identidad.
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