Para los aficionados a la historia, los documentos
escritos por los propios protagonistas de los sucesos históricos, sean más o
menos relevantes los hechos o los personajes, tienen aparte de un valor científico
innegable, un atractivo especial, el de la historia misma, el mágico encanto de
casi escuchar el rumor de la pluma deslizándose por el papel muchos años ha.
Dentro de estos documentos, existe una categoría especial:
la de los diarios de guerra de soldados,
en los que al final se aprecia la fortuna de hombres traspasados por unas
circunstancias que les superan.
Las líneas de los soldados participantes en la
Guerra de la Independencia suelen mostrar un rasgo común: el de la decepción
ante un país muy lejos de la imagen que tenían en mente, la de una España llena
de tópicos, idea romántica por definición alejada de la realidad, así como la
percepción del contraste de una pobres tierras encadenadas a pasadas
glorias aún no olvidadas.
El diario de Mc Kinnon trata de forma marginal el
asunto militar para convertirse más en un cuaderno de viajes muy al estilo en la
época, el de un viajero, hombre ilustrado que entiende el viaje como forma de aprendizaje y conocimiento a través
de unas tierras y vidas muy diferentes a las suya.
Miembro de la Guardia Real, el regimiento más
antiguo del ejército británico, es
curioso que su inicial formación castrense se desarrollara en Francia donde
tuvo contacto con el entonces teniente Napoleón Bonaparte.
En aquella época el destino de un oficial del
ejército era el de ascender, manteniendo a salvo y acreditando en todo momento
su honor, dignidad y valor. Esa clara línea se seguía a lo largo de toda una
vida que no sería extraño encontrara su fin en una muerte prematura, o más bien
lógica, teniendo en cuenta lo arriesgado de su profesión y pasión.
Allá en Inglaterra, la esposa de Mackinnon plantaba
un laurel por cada acción de guerra y él le advertía que al final plantaría un
ciprés. Efectivamente así sucedió tras su muerte en el sitio de Ciudad Rodrigo
el 19 de enero de 1812, para ser enterrado en un
principio en una fosa común en la muralla y ser trasladado posteriormente a
Espeja donde se asentaba el campamento de su unidad.
Este diario fue publicado en beneficio de su
familia, esposa y cinco hijos, práctica habitual en aquellos tiempos. Escritos que relatan la peripecia del ejército británico
desde su desembarco en la desembocadura del río Mondego en abril de 1809,
hasta su muerte, transcurriendo más en Portugal que en España. Sus palabras son
las de un hombre culto, que además ha viajado gracias a sus campañas en Egipto,
Italia o Alemania, fascinado por el arte y la cultura.
Probablemente el que el aspecto militar de un alto
oficial con importantes responsabilidades en el conflicto discurra realmente en
un segundo plano, sea motivo de decepción para los numerosos interesados en el
género. Sin embargo, para mí, todas esas anotaciones sobre la forma de vida en
España y Portugal, lo convierten en instrumento especialmente valioso e interesante,
fidedigno retrato de aquella sociedad.
Un aspecto destacable del libro es cómo retrata de
primera mano a otros personajes fundamentales en el desarrollo del conflicto
como el valeroso General Crawfurd, siempre en vanguardia con su caballería
ligera, también unido a esta ciudad para siempre por haber muerto el mismo día
que Mackinnon y estar enterrado en la brecha pequeña de la muralla, junto a la
puerta de Amayuelas.
Y por supuesto el principal de todo el teatro
europeo junto al pequeño gran francés: Lord Wesley, al que Mackinnon,
visionario, describe con estas palabras tras un combate en el norte de Portugal
“Me encontraba junto a él, a sus órdenes,
cuando se inició el ataque. Debo decir que emitió las órdenes pertinentes con
total frialdad y determinación. Solo por su actuación ese día puedo atreverme a
afirmar que es un hombre extraordinariamente inteligente. Su conducta en esta
campaña lo convierte en una de los mejores generales británicos de nuestro
tiempo”. A través del juicio de Mackinnon, el futuro Duque de Wellington se
muestra a nuestros ojos con la talla del elegido, el que encarnará la perfecta
némesis que destruirá el torrencial y apasionado genio de Napoleón, el que
desde su contención, capacidad de análisis e inteligencia provocará su derrota
definitiva años después en Waterloo.
Porque Mackinnon es certero en sus análisis, es un
gran observador, un ilustrado humanista al que sobre todo le interesa la vida,
poniendo su atención en la tierra y los campos que atraviesa durante las largas
marchas del ejército, hablando sobre costumbres como la trashumancia o el
proceso de elaboración de aceite, reconociendo la calidad de los vinos, la
riqueza de la tierra, pero sobre todo las posibilidades desaprovechadas, por
ejemplo llamando la atención sobre la necesidad de un canal o un puerto. El idealista
se rebela y resigna a la vez: “y le hace uno recordar que la mayor parte de la humanidad vive una
noche larga y oscura, y que son pocos
los que disfrutan de la luz del día.”
También Mackinnon es un buen espejo para apreciar al
detalle costumbres de la época como la para él ya desfasada de empolvarse el
pelo en Portugal, la facilidad con que los oficiales reciben “favores generosamente entregados por las
señoritas de la alta sociedad española”, el hecho de que no haya visto nada
parecido a un paseo en ninguna ciudad ni lugares de esparcimiento en cafeterías
o tabernas; sí cantinas de limonada frecuentadas por todas las clases sociales.
Tanto en las posadas de España como en las de Portugal no se sirve comida.
Disfruta con las bibliotecas de las casas en las que
se aloja y admira profundamente lugares de especial interés histórico o
artístico como la Universidad de Coimbra, Monasterios como Batalha o las ruinas
romanas de Conimbriga –que yo precisamente he visitado hace unos días-.
Varias veces critica a la clase dirigente
portuguesa, poniendo la atención en la corte corrupta y disoluta de Lisboa,
siempre contraponiéndola al pueblo, buen vasallo: “Ningún otro pueblo que sea moralmente más puro que el portugués que
vive en el campo”. Solo conozco superficialmente la historia de Portugal,
pero dudo mucho que se llegara a las cotas de miseria y desvergüenza alcanzadas
por los que regían nuestros destinos entonces, sí, esos mismos por cuyo regreso
nuestra gente mató y murió sin medida.
Un capítulo especial, fuente de múltiples
comentarios afilados, es la crítica al poder e influencia desmedida de la
Iglesia en nuestros países, fuente del sometimiento e ignorancia, atraso y miseria de todo un pueblo. Lacra que nos perseguía con una
Contrarreforma mal planteada y comprendida, y que todavía habría de durar
muchos años más:
“Soberbia, opresión y la falsa caridad de
una clase clerical intolerante y perezosa”.
En Castelo Branco: “El que compare la magnificencia de la residencia episcopal con el paisaje
que se extiende a su vista, estará tentado de decir que este inmenso desierto
fue creado por la clase dirigente”
“Como
suele ocurrir, todo lo que tiene buen aspecto pertenece a la Iglesia”.
“Me
parece que los frailes llevan una vida de total indolencia, sin nada que hacer
salvo rezar, comer, beber y dormir”.
Monasterio como índice de riqueza de la zona: “Una provincia pobre portuguesa es raro que
sufra los inconvenientes provocados por estos visitantes”.
Continúo el artículo situando el foco en el aspecto
a priori más interesante para la mayoría que guste de estos libros, el
puramente militar:
Participante en batallas relevantes como Talavera
(28 de julio de 1809), donde la fortuna le sonrió de veras, ya que le mataron dos caballos y recibió varios
balazos en el capote, Buçaco (27/9/10) o
Fuentes de Oñoro (3-5/5/1811), importante batalla esta última, de las de
resultado incierto, cuyas páginas manuscritas con su relato debieron existir
pero que lamentablemente no nos han llegado.
Sí describe las marchas de kilómetros y horas a lo
largo de todo el libro con lo que te haces perfecta idea de a qué velocidad se desplazaba un gran
ejército de estas características, algo clave en la resolución de los
conflictos. Columnas que son seguidas por todo tipo de personas que trataban de
hacer negocio, ganarse la vida, los
“camp-followers”: esposas, niños, artesanos, prostitutas o mendigos.
Quizá los párrafos que definen verdaderamente la
talla del protagonista son los que dan fe de su sensibilidad y analizan los
efectos de su oficio, la guerra, que en modo
alguno, a pesar de habituales, le son indiferentes.
La táctica de tierra quemada que se adopta
especialmente en Portugal, abandonando poblaciones a ocupar por el francés para
dejarlo sin recursos, unido a la rapiña de soldados y hasta de los propios aprovechados
que pacen a la sombra de cualquier tragedia colectiva, provocan la destrucción casi completa después
de tantos años de guerra. A la luz de sus palabras, de la descripción de las
escenas de hace doscientos años, eres consciente de que poco ha cambiado
respecto a las que vemos cada día en nuestros telediarios.
“Cuando
le pregunto a la gente por qué no cultiva nada, me contestan que lo harían si
no fuera por los soldados”.
“Nunca
ningún otro país (Portugal), ha sufrido los desastres de la guerra como lo está
sufriendo este por el que los ejércitos inglés y portugués se retiran
lentamente perseguidos por el aún si cabe más destructivo ejército francés. Ni
toda la disciplina de las tropas mejor entrenadas puede impedir los desmanes
cometidos por los soldados en desbandada, por los civiles que siguen al
ejército y por los hombres empleados en los transportes de provisiones”.
“Había
sobre todo mujeres y niños. Confían en que podamos liberar a su país del
invasor. Su mayor temor es caer en manos de los franceses. Ver a toda esta masa
de gente, ignorante al respecto de cuál será su destino, privada de las
comodidades de su hogar y sin saber si sus casas seguían en pie, hizo que este
encuentro fuera de lo más conmovedor. En otras ocasiones he tenido encuentros
parecidos, pero sigue conmoviéndome. Tal es el destino del soldado en la
guerra: ser testigo de la miseria de la condición humana, que se muestra de una
forma u otra, y que no deja de presentarse ante su vista”.
A medida que leía, que escuchaba su voz, me
preguntaba qué hubiera pensado del terrible y sangriento saqueo que las tropas
inglesas llevaron a cabo en nuestra ciudad, teóricamente aliada, tras ser
tomada el día que él murió y tal vez me responda sin quererlo cuando habla de
los males de la indisciplina:
“La
falta de disciplina y de reglamentos en un ejército pueden contribuir a su
derrota mucho más de lo que pueden suponer los que no conocen los asuntos de
guerra”. “ Si las tropas están en un país que lleva largo tiempo sufriendo los
rigores de la guerra, cuyos recursos están agotados, cuyas autoridades han
huido perdiendo todo el respeto de sus súbditos, es lógico que las partidas
encargadas del suministro de los soldados no estén organizadas como se debe y
que, invariablemente, y siguiendo las órdenes de los oficiales, las puertas,
las ventanas, los suelos y finalmente los tejados de las casas terminen siendo
empleados como combustible para las hogueras (…) y echar mano a todo lo que les
venga en gana. ¿Cuáles serán las consecuencias de ese comportamiento? Pues que
los recursos que deberían durar meses se consumirán en pocos días; los
soldados, alojados en las ruinas de esas casas que ellos mismos han destruido
contraerán enfermedades que causarán la muerte de muchos y dejarán inútiles a
otros tantos. Como el forraje se habrá consumido de forma irresponsable, los
animales destinados al transporte de las provisiones y los bagajes se morirán
de hambre y el ejército, privado de lo imprescindible, y hostigado por las
enfermedades causadas por las privaciones sufridas se verá obligado a desistir
de la consecución de su objetivo y a retirarse a un nuevo territorio que
sufrirá, a partir de ese momento, la devastación provocada por los soldados.”
Para acabar, cuando escribe específicamente sobre
España y los españoles, no salimos bien parados. Sin embargo, sí admira a los
portugueses. Y es que los oficiales castellanos, a diferencia de los lusos que
se integran dóciles, no aceptan la superioridad de los británicos cara a la
consecución del fin común que todos persiguen: la derrota y expulsión de
Napoleón.
Ya los problemas de “comunicación” de Welington con
el general Cuesta en la victoria de Talavera, hacen desconfiar al inglés del
ejército español. Ahí surge una de nuestras señas de identidad, para bien y
para mal: el orgullo; el de un país que se cree más de lo que es, al que también
hay que reconocer como poderoso motivo para que España se convirtiera en la ´´úlcera
sangrante” que recuerda Napoleón en su
memorial de Santa Elena, clave en su derrota final. Ese tesón y fuerza mal
encauzados que tanto gusta cantar a Pérez Reverte.
Nuestro general también critica las condiciones en
que los españoles mantienen a los prisioneros franceses en el fuerte de Aldea; incluso
intenta mediar por ellos, pero el capitán español contesta que no importa si
viven o mueren. Mackinnon, resignado, acaba con un lacónico: “Creo que, si no
se lo impidieran, ejecutarían a todos”.
Durante la retirada del Talavera, los alcaldes
españoles les reciben con hostilidad. “Los
paisanos trataron a los desafortunados hombres que habían venido a salvar a
España con una terrible falta de humanidad y un gran desprecio, así que muchas
veces me vi obligado a emplear la violencia para impedir que mis hombres
murieran de hambre. ¿Puede esto deberse a la propia naturaleza de esta tierra,
que desconfía totalmente de los extranjeros, lo que hacen que traten de la
misma manera a los ingleses que a los franceses?”
La última anotación del diario es de 4 de enero de
1812, justo antes de comenzar el asedio, tras una marcha especialmente penosa
en que el frío causó más bajas que el enemigo. El general termina con estas
palabras: “Esta sí que se puede denominar
una campaña severa. Espero que nos veamos recompensados con una rápida
rendición de la ciudad”. La ciudad
cayó el día de San Sebastián, rendición que él ya no presenció.
La noche del gélido 19 de enero de 1812, varios soldados escucharon sus últimas
palabras justo antes de acometer el asalto final a la muralla:
“¡Vamos,
Beresford, eres un tipo valiente, iremos juntos!”.
Después, una gran explosión lo silenció para
siempre, también al alférez Beresford, enterrado hoy frente a la Pousada de
Almeida.
Final entre literario y cinematográfico para una
historia sin fin, la que hoy leo en un libro que siendo un regalo –gracias,
José-, es un verdadero lujo para un entusiasta de los libros – gran formato en edición
bilingüe e ilustraciones de Jerónimo Prieto-, y que toca seguir compartiendo
para que las voces situados en el lado bueno de la Historia –sean de uno u otro
bando-, no se dejen de escuchar.
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