Recién llegado a los cincuenta, mi relación con el deporte
cambió fruto de volver a él tras abandonarlo de forma radical durante casi cinco años de
papá y estudio. Todos los que hemos practicado deporte en serio
conocemos muy bien nuestro cuerpo y yo notaba cómo esos años de sedentarismo lo
minaban poco a poco, deteriorándolo de una forma mucho más agresiva que las
lesiones asociadas al ejercicio. Me costó volver a coger el tren en marcha y
recuperar el control, creo ya completamente conseguido. Ahora lo disfruto de
otra manera, menos torrencial, más sana, sintiéndolo parte inseparable de mí,
disfrutando casi cada kilómetro y no perdonándolo ni un día sea cual sea la
circunstancia, porque renunciar a horas de sueño para kilómetros o libros es un precio fácilmente asumible, proporcionándome una
fuerza en todos los ámbitos de mi vida que, sin saberlo, echaba de menos. Día a día descubro que el simple esfuerzo físico forma parte de mí ser en el mundo, puede que del
todos, y renunciar a él me privaba de mucho de lo mejor de la vida. Es difícil de explicar porque ese
conocimiento requiere de un largo proceso que no todo el mundo quiere o puede
recorrer, sobre todo en sus primeras etapas, pero hay que atreverse a
intentarlo. Al final del camino se encuentra el control y conocimiento casi absoluto de tu propio cuerpo, una relación que solo entiendes cuando la has perdido. A mis amenazadores cincuenta, creo casi haber regresado a ese reconfortante punto, sin sentirme tan lejos en
prestaciones de cuándo lo dejé. Ganas de probarme de verdad en alguna cita estrella cuando se reabra el calendario.
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