De los conciertos de ayer de Ilegales y Loquillo en Salamanca, aparte de disfrutar enormemente de dos de las mejores bandas de la historia del rock español me queda una reflexión para cuatro letras. Y es que siendo perfiles diferentes los de Jorge Martínez y Loquillo, ambos interpretan sus personajes, ejercen de carismáticos oficiantes en una liturgia desfasada, residual y ridícula para el no iniciado.
Ambos reivindican con vigor un género incómodo hasta
desde su irrelevancia en tiempos adversos por la marea cultural dominante. El
papel de Jorge, más bufón, resulta paradójicamente más cáustico desde su
ironía. Denuncia la insoportable censura de lo políticamente correcto que no
asfixia por la escasa trascendencia de sus propuestas, concluyendo su lúcido
discurso con un “tiempos felices aquellos en que éramos tan desgraciados”.
Loquillo se toma en serio, encarnado en un papel
de estrella que fue asumido antes incluso de serlo, es arrogante desde su
seguridad, ofreciendo a cambio una representación irreprochable desde la medida
coreografía de su poderosa y rodada banda. El directo eleva la fuerza de un corpus clásico que casa bien con los
nuevos caminos siempre autorreferenciales, partiendo siempre desde la más
absoluta profesionalidad y dejando claro que para él el rock sigue siendo algo
serio y medida existencial
Y ahí seguimos un público entre
los cuarenta y sesenta gozando, observando de reojo quién envejece mejor y sobre
todo peor, y empezando a comprender de verdad el valor de ese primer brindis de
las abuelas en todas las comidas familiares: que el próximo año nos volvamos a
ver, y si puede ser, sobrellevar la vida y la memoria con el anclaje emocional de la buena música, que por
razones bien distintas a las de origen, conserva su elemento de rebeldía.
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