Mucho en la vida parece consistir en alejarse de lo
que fuimos, acercarnos a lo que seremos. Mientras se transita o al hacer
balances, navegamos guiados por temores,
apetitos, esperanzas o circunstancias. Formas de marcar hitos, los que se dejan
atrás o se adivinan algo más adelante, para definir las etapas de nuestro
camino.
Así llegué a entender mi relación con el deporte
durante los últimos años, algo que formaba parte de un pasado en el que
básicamente lo utilicé como válvula de escape para huir de demonios interiores.
Sin embargo este año, alarmado por las secuelas de una vida completamente
sedentaria, decidí volver a entrenar, porque me hacía sentir bien y no solo no
me quitaba tiempo de tantas actividades en las que me he ido embarcando
últimamente, sino que, tras la recuperación del cansancio físico,
paradójicamente me suministraba más energía para afrontar cada nuevo reto del
camino. En el marco de ese plan de regreso marqué un par de competiciones y ahí
es donde aparece Doñana, una carrera que en mis tiempos salvajes siempre quise
probar pero nunca cuadró.
El Desafío Doñana es triatlón porque se pedalea, se
nada y se corre. El Desafío Doñana no es triatlón porque no sigue sus reglas,
altera el orden de las disciplinas y sobre todo obvia uno de los mandamientos y
señas de identidad de la larga distancia,
el del esfuerzo en solitario, el de que no quepa ampararte en la rueda
que te precede.
100
kilómetros no son nada
La aventura comienza con 100 kilómetros de ciclismo donde
se debería rodar muy rápido en el seno de un grupo que, protegido contra el
viento, vuela por un circuito de
repechos generalmente de buen asfalto. Yo, en cambio, afronté el circuito casi en
completa soledad, ya que me parecía demasiada la velocidad del grupo grande
para lo que restaba de día y de guerra, optando por un grupo intermedio en el
que casi sin querer, al final me fui quedando solo en un error de pardillo, con
lo que no me quedó otra que hacer verdadero triatlón. Era el único segmento que
había entrenado con algo más de seriedad durante el verano, así que lo completé
con una media para mí muy alta y llegando bastante entero a la natación.
El
río, el río frente al mar.
Es un solo kilómetro, no más que un miserable kilómetro.
Te advierten, es cierto, que es algo
más, que la trampa o la gracia se oculta en forma de corriente o marea. Y no, no llevaba yo mi prejuicio muy desmontado, mi idea
preconcebida de que un kilómetro no podía ser para tanto, fiándolo todo a mi
torpe pero fiable estilo para completar pruebas mucho más largas. Pero he aquí
que algo sucedió en medio del río Guadalquivir, cuando desde una embarcación de
la organización se me avisa de que me olvide de las boyas, que no luche contra
la corriente y que solo trate de buscar tierra. Algo sorprendido, así lo
pretendí, aunque por unos instantes en los que me encontré tan desorientado que
la tierra por la que me decidí era la del mismo margen del que había partido, incapacitado por el ligero oleaje y los amagos
de calambres al elevarme para apreciar
la situación, provocados por el esfuerzo previo sobre la bicicleta. Me volvieron
a enderezar desde la organización y acabé
enfilando al menos el lado correcto, apareciendo, eso sí, cerca de un kilómetro
más abajo del punto correcto de llegada, distancia que completé caminando porque
me negaba a correr tal tramo, a la espera de lo que restaba, la verdadera
estrella de la prueba, los 30 kilómetros de playa.
La
playa, quid est veritas
La verdadera sabiduría parte de la experiencia, el
conocimiento solo ocurre mientras sucede la experiencia, la que viene a ser la
verdad. Cuando yo decido apuntarme a una carrera de este tipo, cuando me
inscribo sentado en la silla de mi despacho, creo que sé lo que hago porque he
transitado esos caminos de agotamiento extremo muchas veces. Ahora, cuando escribo
una semana después, pienso que también cuento la verdad, mas se trata solo de
una representación, una interpretación que ni siquiera a mí me sirve. La verdad
solo existe mientras sucede, durante la propia carrera, durante esos infinitos 30 kilómetros de playa,
esas más de 3 horas de carrera en la que estás solo, luchando contra la sombra
de un enemigo invisible que te obliga a seguir dando un paso tras otro hasta
meta.
Honestamente, antes de la prueba, nunca pensé
seriamente en completar esa distancia de carrera a pie. Hacía al menos 6 años
que no recorría tantos kilómetros, y
durante el verano, por lesión y por exigencias de otro tipo de carreras – 5
exámenes en 4 días exigen bastante más que cualquier triatlón, aunque las
claves de su preparación y superación son las mismas-, apenas había corrido, lo
que parecía convertir en obstáculo insalvable el segmento de la carrera a pie,
piedra de toque y seña de identidad del Desafío Doñana.
Esa convicción provocó dos efectos, uno positivo, el de intentar disfrutar cada
kilómetro hasta que durara aquella playa solitaria e infinita en una
tarde perfecta para correr bajo un cielo nublado y frente al mar, aliviado en
todo momento por una agradable brisa marina. También uno negativo, de carácter
táctico, menos espiritual, error de
principiante, el de no cuidar mi alimentación durante la bicicleta, tirando
desde el comienzo de barras, geles, agua e isotónico, poco más, un cóctel
peligroso para un estómago vulnerable como el mío.
Como no podía ser de otra forma, el dolor en el gemelo
llegó y lo combatí con ibuprofeno para llegar al kilómetro 15, punto de giro, una
pequeña meta soñada. No quedaba más que volver, no iba mal pero tenía el
estómago tocado, lo que al final me hizo vomitar por mi insistencia en tratar
de ingerir calorías que me proporcionaran la energía necesaria para lo que me
restaba de prueba.
Muchas veces digo que en el triatlón de larga
distancia, el segmento de carrera en poco se asemeja a las carreras de ruta o
montaña, en el sentido de que aquí no
cabe unirse a un grupo que te proporcione un mínimo estímulo o te sirva de apoyo
o referencia. Todos los participantes van tan al límite, que cada uno se ajusta
al escaso margen que le proporciona la horquilla que discurre entre la miseria
física y fortaleza mental que aún se atesora. Sin embargo, esa tarde me
desmentí a mí mismo, pues la compañía de tres atletas, sus consejos, ánimos y
charla me consiguieron llevar hasta una meta que ahora, falsamente, me parece
que no costó tanto.
Fueron siete horas para llegar, esta vez de los últimos,
pero seguro tan satisfecho como el primero, contando también con que hay
bastantes participantes que se retiran, aunque no tantos como se pudiera
pensar.
Satisfecho de cruzar una meta sin merecerla, porque mi
entrenamiento estaba a años de luz de lo exigido para completar esta prueba con
garantías, llegando gracias a mi experiencia, tozudez y simple afortunada genética. Esta semana cumplo 49 años y, para bien o
para mal, sigo en la brecha, me siento bien y soy consciente de que a poco de
continuidad, subiré el nivel. Después de 5 años, había regresado a la competición
en junio en Salamanca y mis sensaciones fueron bastante peores, no teniendo
claro que fuera capaz de encontrarle la razón a la lucha, la clave de bóveda de
estas pasiones. Hoy sí, hoy creo que puede asegurar que el fondo, la larga
distancia, sigue formando parte de mí.
Ya no se trata más que de subir escalones, siempre de
uno en uno, siguiendo la línea, la que me marcan libros y kilómetros; todos son
descubrimiento, los que me abren mundos, me construyen y definen, aventuras y luz tras cada página y cada meta.
Porque son acción, son voluntad, son vida.
Es un placer leer estas historias de la forma que las cuentas, lo haces entender y yo creo que consigues que todos los que andamos en este mundillo de la larga distancia(yo no tan larga) empaticemos contigo.. Gran crónica y enhorabuena Abel
ResponderEliminarMuchas gracias, Nino, siempre se agradece saber que lo que intentas transmitir, llega
ResponderEliminar