martes, 1 de octubre de 2019

Desafío Doñana: sorprendente y feliz resolución de algo parecido a un triatlón



Mucho en la vida parece consistir en alejarse de lo que fuimos, acercarnos a lo que seremos. Mientras se transita o al hacer balances,  navegamos guiados por temores, apetitos, esperanzas o circunstancias. Formas de marcar hitos, los que se dejan atrás o se adivinan algo más adelante, para definir las etapas de nuestro camino.

Así llegué a entender mi relación con el deporte durante los últimos años, algo que formaba parte de un pasado en el que básicamente lo utilicé como válvula de escape para huir de demonios interiores. Sin embargo este año, alarmado por las secuelas de una vida completamente sedentaria, decidí volver a entrenar, porque me hacía sentir bien y no solo no me quitaba tiempo de tantas actividades en las que me he ido embarcando últimamente, sino que, tras la recuperación del cansancio físico, paradójicamente me suministraba más energía para afrontar cada nuevo reto del camino. En el marco de ese plan de regreso marqué un par de competiciones y ahí es donde aparece Doñana, una carrera que en mis tiempos salvajes siempre quise probar pero nunca cuadró.

El Desafío Doñana es triatlón porque se pedalea, se nada y se corre. El Desafío Doñana no es triatlón porque no sigue sus reglas, altera el orden de las disciplinas y sobre todo obvia uno de los mandamientos y señas de identidad de la larga distancia,  el del esfuerzo en solitario, el de que no quepa ampararte en la rueda que te precede.



100 kilómetros no son nada

La aventura  comienza con 100 kilómetros de ciclismo donde se debería rodar muy rápido en el seno de un grupo que, protegido contra el viento, vuela  por un circuito de repechos generalmente de buen asfalto. Yo,  en cambio, afronté el circuito casi en completa soledad, ya que me parecía demasiada la velocidad del grupo grande para lo que restaba de día y de guerra, optando por un grupo intermedio en el que casi sin querer, al final me fui quedando solo en un error de pardillo, con lo que no me quedó otra que hacer verdadero triatlón. Era el único segmento que había entrenado con algo más de seriedad durante el verano, así que lo completé con una media para mí muy alta y llegando bastante entero a la natación.

El río, el río frente al mar.

Es un solo kilómetro, no más que un miserable kilómetro. Te advierten, es cierto,  que es algo más, que la trampa o la gracia se oculta en forma de corriente o  marea. Y no, no llevaba yo  mi prejuicio muy desmontado, mi idea preconcebida de que un kilómetro no podía ser para tanto, fiándolo todo a mi torpe pero fiable estilo para completar pruebas mucho más largas. Pero he aquí que algo sucedió en medio del río Guadalquivir, cuando desde una embarcación de la organización se me avisa de que me olvide de las boyas, que no luche contra la corriente y que solo trate de buscar tierra. Algo sorprendido, así lo pretendí, aunque por unos instantes en los que me encontré tan desorientado que la tierra por la que me decidí era la del mismo margen del que había partido,  incapacitado por el ligero oleaje y los amagos de calambres  al elevarme para apreciar la situación, provocados por el esfuerzo previo sobre la bicicleta. Me volvieron a enderezar  desde la organización y acabé enfilando al menos el lado correcto, apareciendo, eso sí, cerca de un kilómetro más abajo del punto correcto de llegada, distancia que completé caminando porque me negaba a correr tal tramo, a la espera de lo que restaba, la verdadera estrella de la prueba, los 30 kilómetros de playa. 
  
La playa, quid est veritas

La verdadera sabiduría parte de la experiencia, el conocimiento solo ocurre mientras sucede la experiencia, la que viene a ser la verdad. Cuando yo decido apuntarme a una carrera de este tipo, cuando me inscribo sentado en la silla de mi despacho, creo que sé lo que hago porque he transitado esos caminos de agotamiento extremo muchas veces. Ahora, cuando escribo una semana después, pienso que también cuento la verdad, mas se trata solo de una representación, una interpretación que ni siquiera a mí me sirve. La verdad solo existe mientras sucede, durante la propia carrera,  durante esos infinitos 30 kilómetros de playa, esas más de 3 horas de carrera en la que estás solo, luchando contra la sombra de un enemigo invisible que te obliga a seguir dando un paso tras otro hasta meta.

Honestamente, antes de la prueba, nunca pensé seriamente en completar esa distancia de carrera a pie. Hacía al menos 6 años que no recorría tantos kilómetros,  y durante el verano, por lesión y por  exigencias de otro tipo de carreras – 5 exámenes en 4 días exigen bastante más que cualquier triatlón, aunque las claves de su preparación y superación son las mismas-, apenas había corrido, lo que parecía convertir en obstáculo insalvable el segmento de la carrera a pie, piedra de toque y seña de identidad del Desafío Doñana.  

Esa convicción provocó dos efectos, uno  positivo, el de intentar disfrutar cada kilómetro hasta que durara  aquella playa solitaria e infinita en una tarde perfecta para correr bajo un cielo nublado y frente al mar, aliviado en todo momento por una agradable brisa marina. También uno negativo, de carácter táctico, menos espiritual, error  de principiante, el de no cuidar mi alimentación durante la bicicleta, tirando desde el comienzo de barras, geles, agua e isotónico, poco más, un cóctel peligroso para un estómago vulnerable como el mío.



Como no podía ser de otra forma, el dolor en el gemelo llegó y lo combatí con ibuprofeno para llegar al kilómetro 15, punto de giro, una pequeña meta soñada. No quedaba más que volver, no iba mal pero tenía el estómago tocado, lo que al final me hizo vomitar por mi insistencia en tratar de ingerir calorías que me proporcionaran la energía necesaria para lo que me restaba de prueba.

Muchas veces digo que en el triatlón de larga distancia, el segmento de carrera en poco se asemeja a las carreras de ruta o montaña, en el sentido de que aquí  no cabe unirse a un grupo que te proporcione un mínimo estímulo o te sirva de apoyo o referencia. Todos los participantes van tan al límite, que cada uno se ajusta al escaso margen que le proporciona la horquilla que discurre entre la miseria física y fortaleza mental que aún se atesora. Sin embargo, esa tarde me desmentí a mí mismo, pues la compañía de tres atletas, sus consejos, ánimos y charla me consiguieron llevar hasta una meta que ahora, falsamente, me parece que no costó tanto.

Fueron siete horas para llegar, esta vez de los últimos, pero seguro tan satisfecho como el primero, contando también con que hay bastantes participantes que se retiran, aunque no tantos como se pudiera pensar. 



Satisfecho de cruzar una meta sin merecerla, porque mi entrenamiento estaba a años de luz de lo exigido para completar esta prueba con garantías, llegando gracias a mi experiencia, tozudez y simple afortunada genética.  Esta semana cumplo 49 años y, para bien o para mal, sigo en la brecha, me siento bien y soy consciente de que a poco de continuidad, subiré el nivel. Después de 5 años, había regresado a la competición en junio en Salamanca y mis sensaciones fueron bastante peores, no teniendo claro que fuera capaz de encontrarle la razón a la lucha, la clave de bóveda de estas pasiones. Hoy sí, hoy creo que puede asegurar que el fondo, la larga distancia, sigue formando parte de mí.

Ya no se trata más que de subir escalones, siempre de uno en uno, siguiendo la línea, la que me marcan libros y kilómetros; todos son descubrimiento, los que me abren mundos, me construyen y definen,  aventuras y luz tras cada página y cada meta.

Porque son acción, son voluntad, son vida.  

2 comentarios:

  1. Es un placer leer estas historias de la forma que las cuentas, lo haces entender y yo creo que consigues que todos los que andamos en este mundillo de la larga distancia(yo no tan larga) empaticemos contigo.. Gran crónica y enhorabuena Abel

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  2. Muchas gracias, Nino, siempre se agradece saber que lo que intentas transmitir, llega

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